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El Estado islámico y la cultura

Juan Francisco Ortega
26 de agosto de 2015 - 07:37 p. m.

Hace unos días, la humanidad perdió el histórico templo de Baal, en la ciudad siria de Palmira, arrasado por los fanáticos del Estado Islámico que controlan desde hace tiempo ese parte del territorio sirio.

Pocos días antes, Khaled al-Asaad, jefe de los arqueólogos sirios y defensor del patrimonio histórico, había sido asesinado por los mismos fanáticos.

Siendo la destrucción del patrimonio un atentado contra el acervo cultural de la humanidad, no es comparable a la tragedia a la que estos mismos fanáticos someten a la población civil considerada “infiel”. Degollamientos públicos, torturas, trata de mujeres, violación en masa, etc. Todo ello, convenientemente retransmitido por internet, a través de videos cada cual más sanguinario y reprobable. En este tipo de sociedades, gobernantes dictatoriales como Bashar al-Asad, que hasta antes de la llegada del Estado Islámico provocaba el rechazo de occidente por su carácter no democrático, hoy surgen como una esperanza nueva. El mejor de los males posibles. La tierra no produce otra cosa.

No obstante, dos cosas llaman la atención. La primera es la tolerancia que occidente ha tenido con el Estado Islámico. Sanados de espantos en Afganistán, EE.UU. es reacio a una intervención directa. Rusia, apoya a Siria, aliado tradicional. Y la Unión Europea, por desgracia, es un actor cuchara en la esfera militar internacional: ni pincha, ni corta. La única opción parece, descartada una intervención directa, un apoyo militar al régimen sirio, posición que no suscita el entusiasmo de nadie con mínimas convicciones democráticas. La opción es entre lo malo y lo peor. A pesar de ser así, las consecuencias de una no acción seguirán siendo terribles. A los dramas ya descritos, se une el fenómeno de los desplazados que atenazan las fronteras de Turquía y Grecia. Un drama humanitario que no se recordaba desde la guerra de los Balcanes.

El segundo elemento que sorprende son los jóvenes europeos, previamente radicalizados vía internet, que viajan a Siria para unirse al Estado Islámico. Los hombres, como combatientes y las mujeres, como esclavas sexuales voluntarias, si tal cosa puede llamarse así. ¿Cómo es posible que jóvenes europeos, algunos de ellos con educación universitaria, decidan ser actores de una barbaridad semejante? La respuesta me parece que se encuentra en la diferencia entre educación e instrucción. A partir de los años 90, en Europa, caló la idea de que la educación pública, especialmente la obligatoria, debía desterrar de los planes de estudio todas aquellas materias que no eran “útiles”, entendiendo por tal concepto, todo aquello que no contribuyera a maximizar la producción. La escuela y la universidad como los departamentos de formación de las empresas. La consecuencia fue que, las asignaturas que no tienen únicamente un carácter instrumental, tales como la filosofía, el latín, la historia o la literatura fueron eliminadas. Y son precisamente estas asignaturas, las que nos enseñan a comprender el mundo, gracias a la complejidad y a los múltiples ángulos desde el que puede observarse. Son estos conocimiento las que estructuran las bases de nuestro comportamiento. Es la filosofía la que nos enseña a desconfiar de los dogmas, del principio de autoridad de Bacon. En definitiva, la que nos da armas de defensa frente a los fanáticos. Por eso la educación humanística es tan importante.

En pleno auge del neoliberalismo, el desmantelamiento de estas asignaturas no se realizó porque no se supieran sus consecuencias. Quienes lo hicieron, lo sabían a la perfección. De hecho, sus máximos responsables tenían esos conocimientos. No obstante, no tenían los mismos intereses. Un pueblo educado es un pueblo menos dócil, pero no así un pueblo meramente instruido. Ahora, los islamistas utilizan esta debilidad perversa. Si esos jóvenes que, llevados por un adoctrinamiento en internet, hubieran tenido la oportunidad de estudiar en clase de filosofía a John Stuart Mill, a Bertrand Russell o, incluso, al propio Tomás de Aquino, su realidad hubiera sido diferente porque hubieran tenido armas intelectuales de diferente tipo con las que defenderse. Sin embargo, los dejamos a merced de los lobos. Si, además, hubieran leído a Voltaire y su Tratado de la tolerancia o hubieran conocido la tragedia de la guerra, de la mano de Ernest Hemingway, en Por quién doblan las campanas, con total seguridad sus decisiones hubieran sido otras. Pero eso, decían, no era útil. Al fin y al cabo, sólo servía para pensar.

El autor es Doctor en Derecho y Director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia y de la Propiedad Intelectual de la Universidad de Los Andes.

@jfod

 

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