Sombrero de mago

El excremento del diablo

Reinaldo Spitaletta
11 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

Llega un momento en el que se descree de todo: de presidentes y “subpresidentes”, de capillas politiqueras, de las bacrim que se erigieron en partidos políticos, de monigotes y titiriteros, y hasta del poder de don dinero. Y este es el tema, que desde el Arcipreste de Hita (y antes) hasta ahora ha tenido rapsodas y otros cuestionadores.

Llamado el “excremento del diablo”, para Cristóbal Colón era la posibilidad, con solo mostrar unas morrocotas, de comprar la entrada al paraíso. Para Shakespeare, el oro era la “vil ramera de los hombres”. Y en el Libro del buen amor, se advierte que con el poder embaucador del dinero se compran curas y papas, patriarcas y obispos, se hace noble cualquier villano y en su posesión y poderío se puede convertir “una verdad en mentira y una mentira en verdad”.

Sí, ahí está el poderoso caballero que es don dinero, según la maravillosa letrilla de don Francisco de Quevedo y Villegas, “y pues es el que hace iguales al rico y al pordiosero”. Con su bolsa, se compran diplomas y puestos públicos, conciencias y ducados, títulos nobiliarios y sillas presidenciales. Y ya lo ves, ahí están Trump, que a sus pies, para que recojan las migajas que él les arroja, postra a mandatarios peleles y otros peones, y el príncipe saudí, y los dueños del petróleo, y los intermediarios del gran capital, como los capataces financieros que construyen puentes desechables. Ahí están.

Poderoso señor es don dinero. “Madre, yo al oro me humillo; / él es mi amante y mi amado, / pues, de puro enamorado, / de contino anda amarillo”. No sobra, entonces, como lo sugería un filósofo, volverse libertario. Sin dioses ni amos. Sin santos ni milagros. Sin papas ni monaguillos. No confiar en las instituciones y sospechar de todo. No creer en políticos ni en sacerdotes.

En alguna entrevista se le oyó decir a Michel Onfray que había que preferir el ser al tener, “construir la propia vida sin tener que deberle ni pedirle nada a nadie”, o, a lo Nietzsche, “crearse libertad”. Y en este punto retomo la hipótesis por la que quise escribir esta nota. En Pequeñas virtudes, un libro de la estupenda escritora italiana Natalia Ginzburg, uno de los once ensayos se refiere al dinero y a los niños. Con un tono didascálico, plantea que a estos no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes.

“No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”, dice en la apertura de su meditación.

Y entonces echa a andar por un escabroso camino de mentalidades y costumbres, en las que el dinero es una suerte de deidad pagana, pero, al mismo tiempo, religiosa. Y habla de las alcancías (o huchas, como les dicen en España), casi todas con forma de marrano, que se les compran a los chicos para que entiendan aquello que, con criterio eclesiástico, pero también de banqueros y otros avaros, se ha denominado el “ahorro”. “No deberíamos enseñar a ahorrar; deberíamos acostumbrar a gastar”, dice.

Después, con un lenguaje directo, la escritora advierte que a los pelados hay que enseñarles a que entiendan que el dinero es algo pasajero y estúpido, “como es justo que se piense en la infancia”. “La verdadera defensa ante la riqueza no es el miedo a la riqueza, a su fragilidad, a las viciosas consecuencias que puede tener. La verdadera defensa ante la riqueza es la indiferencia ante el dinero”, señala.

Publicado en 1962, el ensayo de la autora de Léxico familiar mantiene su vigencia y se convierte en un texto polémico, por supuesto, de referencia para la educación de los muchachos y la crítica a la deificación del dinero. En otro apartado, indica que a los niños no hay por qué prometerles plata como premio para que estudien. “Es un error. De este modo mezclamos el dinero, que es una cosa sin nobleza, con una cosa meritoria y digna, como es el estudio y el placer del conocimiento”.

Es una perogrullada hablar del poder corrompedor del dinero. No sobra, sin embargo, recordar sus patéticas “virtudes”. Se sabe, como lo cantó Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita (1283-1350), que con el dinero “comprarás Paraíso, ganarás la salvación”. Es —debe ser— un medio, no un fin. El capitalismo creó una concepción de éxito asociada al dinero. Contra ella, hay que enseñar a ser, a descreer y a promover el deseo (o la sed) de saber.

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