El falso paraíso del amor libre

Mauricio Rubio
04 de julio de 2019 - 06:00 a. m.

A principios de los 70, muchos soñábamos con ir a Suecia para disfrutar el amor libre. Nunca sospechamos que fuera un montaje.

Allá la liberación sexual parecía garantizada, sin protestas estudiantiles ni grupos hippies. Un amigo conoció en un tren a Ebba, una joven sueca. Se besaron y ella lo invitó a su casa. Lo presentó como boyfriend y tras una agradable velada familiar la madre les dijo: “Dejé dos toallas en la cama de Ebba, supuse que dormirían juntos”.

Qué diferencia con la Bogotá de entonces, donde el sexo prematrimonial implicaba además de promesas de amor eterno y apresurados cursos de contracepción maromas con ruana en un potrero, carro parqueado con acoso policial o costosos motelazos.

La imagen del Nirvana la reforzaba Mona Kristensen, musa y compañera sueca de David Hamilton, célebre fotógrafo cuyos libros mostraban imágenes difuminadas de diosas adolescentes en escenarios idílicos. Miles de ejemplares vendidos con la estética romántica y escapista de la liberación sexual transformaron la publicidad y la moda. Hamilton terminaría suicidándose acusado de abusar repetidamente de sus angelicales modelos.

Mi interés por Suecia decayó después, con breves interrupciones anuales para los premios Nobel, amplificadas por los galardones a nuestras grandes obras de ficción, Macondo y la paz santista. Volví a seguir ese país tan atípico para tratar de entender la bajísima corrupción y la criminalización de clientes de la prostitución.

La reciente lectura de Los nuevos totalitarios (1971) de Roland Huntford, en particular del capítulo “La rama sexual de la ingeniería social”, reveló contradicciones de esa sociedad y de activismos también empeñados en transformar mentalidades.

Hace décadas las democracias renunciaron a intervenir el sexo. Suecia decidió controlarlo, no reprimiendo sino con liberación calculada y dirigida. Por razones ideológicas, anota Huntford, el Estado patrocinó y promovió la permisividad, como anticipó Aldous Huxley en su Mundo feliz (1948): “A medida que disminuye la libertad política y económica, la libertad sexual tiende a aumentar de manera compensatoria”. En esa misma línea, Lewis Coser habla de Organizaciones voraces —ejército, clero, cárceles— que manipulan la sexualidad para aniquilar la voluntad individual de sus miembros. Las pandillas centroamericanas y la guerrilla colombiana han recurrido a un eficaz revuelto de reclutamiento forzado, normas castrenses y libertad sexual.

Varias generaciones suecas crecieron pensando que el sexo garantiza ser libre. Juzgan la libertad en esos términos y agradecen al Estado protector sus prerrogativas. Durante años, al describir las relaciones de pareja suecas, periodistas extranjeros ratificaban que allí había más libertades. La frescura y coquetería de las mujeres farianas también cautivaron a los medios interesados por la paz y camuflaron su condición de esclavas sexuales.

Suecia estuvo a la vanguardia en educación sexual, obligatoria en escuelas desde 1954. El objetivo primordial no era el sexo sino el control demográfico. Años antes, Gunnar y Alva Myrdal, preocupados por la caída en las tasas de natalidad, buscaron impulsarlas sin afectar el nivel de vida y reduciendo los embarazos indeseados. Eso requirió intervenir el currículo escolar y aumentar el gasto social. Pero los estímulos a la natalidad no eran para todas y todos. También hubo un programa de esterilización forzada entre 1934 y 1976. Las víctimas, unas 62.000, fueron jóvenes “consideradas rebeldes o promiscuas, poco inteligentes o quizás de sangre mestiza”. El edén sexual era tan infame y discriminatorio como los abortos forzados en las Farc, que no afectaban a mujeres de comandantes. Posteriormente, hasta 2013, la esterilización en Suecia fue obligatoria para transexuales que querían un cambio de sexo reconocido por las autoridades.

Otro indicio de manipulación burocrática del paraíso del amor libre es la regulación actual de la prostitución. Contra toda evidencia y sentido común, la utópica y arbitraria administración sueca decretó que la venta de sexo jamás es voluntaria, con mujeres víctimas de una insólita forma de violencia machista: un pago acordado entre dos personas adultas. Es la antítesis del escenario sexualmente liberado, consensual y tan ligero como una foto de Hamilton. La patética visión sueca del sexo comercial recuerda sombríos cuadros de Goya. Es tan moralista, reaccionaria y represiva como la de familias católicas que angustiadas vigilaban la virginidad de sus hijas.

Cualquier parecido con las contradicciones entre liberación femenina, #MeToo y Rosa Blanca no es mera coincidencia: el laboratorio sueco es el referente del feminismo global de élite. Además, ayuda a entender las incoherencias e histerias intervencionistas que invaden debates, silencian verdades, asfixian la política y merman la libertad para opinar y pensar, todo empacado en Svensk retorik: sexualmente progre, igualitaria, incluyente y pacifista. La burocracia sueca no es exportable como su idealismo, plagado de paradojas y lunares. Por eso las sociedades aspirantes al Estado de bienestar quedamos tan lejos de Huxley: voluntarismo y montones de sueños sin saber priorizarlos, realizarlos o pagarlos. Y con la ñapa del embarazo adolescente que desveló a los Myrdal.

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