Donde hubo un Trump reverdecieron multitud de trumpitos. Estos estaban guardados mascullando nostalgias y ansias. El brote en Estados Unidos fruteció en rebrotes por el orbe. Sucedió que un fantasma recorrió el mundo, el fantasma de la ultraderecha.
Así que el daño no se limitó a los 330 millones de gringos. O a la mitad de ellos, de donde salieron los votos que fueron la base para casi reelegir al peor presidente en dos siglos y medio de independencia y de padres fundadores. En efecto, desde las casas o palacios de la democracia más antigua del planeta, se regó una baba que envalentonó muchedumbres urbi et orbi.
Tanto discurso sobre “defender la democracia, maestro”, emitido desde el Vaticano norteamericano y replicado en nuestras capillas y plazas consagradas a Bolívar. Tanta tesis patriótica detrás de cada desembarco de marines. Tanta autoproclama como guardianes de la decencia pública, cada vez que imponían un dictador de charreteras y gafas ahumadas.
Este barniz se destiñó con Trump. Ni democracia ni patria ni decencia resistieron el embate de un hombre que en el fondo no creía en ellas, sino en ganancias, poder y vanidad. Como efecto, se abrieron las agallas de los trumpitos que al fin pudieron salir con sus juguetes, a añorar y a patear abiertamente.
Algunos de ellos comandaban partidos raquíticos, que se inflaron con el viento furioso venido de USA. Otros gobiernan países donde se ahogan los inmigrantes y se niega la ciencia que no figure en la Biblia cristiana. Hay quienes retoman símbolos y lemas que mantienen vivas las amables costumbres de Hitler, Mussolini y Franco.
En nuestros lares no faltan líderes alebrestadas que gozan criticando a la Unión Soviética, de cuya disolución se cumplen este año tres décadas. Algunos aseguran que la Tierra es plana y que el cerebro de las mujeres es más desvalido que el de los hombres. Un autodenominado presidente eterno confía en seguir mandando después de muerto, gracias a una telepatía ultraterrena con su hijo ya rotulado.
El rebrote de la extrema derecha tiene como contraparte una similar corrupción en la extrema izquierda. Los caudillos revolucionarios aspiran a morirse a los 90 años, sin que ni un pelo de sus barbas haya perdido la virtud de dar órdenes. Para lograrlo decretan sus reelecciones infinitas, y saben hacerlo porque desde adolescentes presidieron las agencias de inteligencia que acechaban a sus pueblos agradecidos.
Estos atroces redentores, como valdría definirlos con Borges, por supuesto antecedieron a Trump en muchos años. Pero son el calco, en color opuesto, de su estampa de protector de los buenos muchachos convencidos de la supremacía de una raza. Unos y otros, los ultras de derecha e izquierda invocan al pueblo como parapeto.
Les faltaba un líder sin escrúpulos, un disminuido ser humano que pensara como ellos y no juzgara inconveniente liberar las fuerzas del mal en un mundo atestado de males.