El general educador

Eduardo Barajas Sandoval
18 de junio de 2018 - 09:00 p. m.

De la simiente de la milicia pueden salir frutos que van más allá del ejercicio del mando y las estrategias de guerra, y se pueden cosechar formas diversas de interpretar el mundo, y de servir a otros, en ejercicio de un liderazgo cargado de elementos educativos.

En medio del fragor de la vida colombiana, y de esa confrontación violenta que todos deseamos cerrar para siempre, existen figuras que, más que con la prédica, han contribuido con sus actos a ese difícil proceso de reconciliación que subyace como elemento sustancial de la verdadera paz. Una de esas figuras ha sido Manuel José Bonnet Locarno, protagonista de un tránsito ejemplar de las tareas de jefe militar a las de educador.

Después de salir ileso del túnel de un atentado brutal que hizo caer sobre su vehículo pedazos del cerro Ziruma, y de haber llegado al más alto escalón de la jerarquía militar, propuso que las mujeres colombianas siguieran la recomendación de Aristófanes en su comedia Lisístrata, negándose a tener relaciones sexuales con los protagonistas de la guerra, mientras éstos insistieran en su propósito de destrucción. Propuesta que significó un paso definitivo en su incursión en el mundo helénico, que provee paradigmas de reflexión válidos para todos los tiempos. 

Al sumarse, hace tres lustros, a la comunidad de profesores de la Universidad del Rosario, explicó a aquellos ortodoxos, fieles a modelos estereotipados, que sus credenciales académicas estaban en la tierra colombiana que había quedado adherida a sus botas en los caminos recorridos a lo largo y ancho de la geografía nacional. Argumento contundente que hizo posible contar con su concurso en la formación de generaciones capaces de comprender al país, en lugar de entrenarse para manejarlo desde la frialdad de las estadísticas.

A partir de entonces, y hasta el fin de sus días, ejerció una vocación educadora que llevaba en la sangre, como herencia de familia, con esa naturalidad propia de los maestros de verdad, que dan ejemplo de entusiasmo por descubrir y explicar cada vez más cosas, sin la pretensión de dominar las materias y más bien como orientadores de otros en la aventura del conocimiento.

Su condición de provinciano consecuente y cabal, y su recorrido de toda una vida por diferentes versiones de nuestro país, le permitieron al general Bonnet servir a sus estudiantes como intérprete de la enorme variedad de la vida colombiana. Bajo su invitación a descubrir expresiones de la Colombia desconocida, sus cursos fueron escenario de un ejercicio que sirvió para compensar esa ignorancia programada de nuestra geografía y nuestra historia, resultante de la ausencia de esas materias en los programas educativos. 

Pero no fueron solamente sus conocimientos y reflexiones los elementos que motivaron la admiración y el respeto por la tarea educadora del antiguo jefe militar. Su espíritu libre, contagioso de entusiasmo por la vida y practicante del respeto cabal por los puntos de vista de los demás, animó discusiones y publicaciones útiles sobre nuestra realidad y nuestro destino.

Tenía una forma de abordar los problemas que los volvía simples en la medida que llegaba con facilidad a lo esencial. A esto sumaba una forma de contar las cosas que hizo siempre honor a su condición de cienaguero. Por eso relataba con la mayor naturalidad elementos de las tradiciones de su tierra natal y de diferentes regiones del país, de cuya diversidad y versiones del idioma conocía detalles que sabía usar de manera graciosa y atinada.

De regreso de una visita a la legendaria doña Albertina Locarno, su señora madre, contó que ella, con la mayor naturalidad, le había comentado cómo, el fin de semana anterior, en una metida del mar a las calles de Ciénaga entraron delfines hasta la sala de su casa, para volver a salir.  Descripción fantástica de un estado del alma y de una relación que perduró hasta hace muy poco, con rituales como el envío periódico de “caja” con viandas del Caribe que las madres costeñas suelen enviar a sus hijos en Bogotá.

Contaba que aprendió a bailar de verdad en Sogamoso, su primer destino de oficial de artillería, donde inició el recorrido por esos senderos veredales de todas nuestras regiones, que llevaba en la memoria como elemento esencial del sentido que tenía de la colombianidad. También allí comenzó el ejercicio de una forma amable de tratar a todo el mundo, comenzando por sus subalternos, que de principio a fin le convirtió en referente ambulante de la temperatura de nuestra sociedad, consultado por los transeúntes lo mismo en el corazón de Bogotá que en el de Mompox.

Sin desmedro de su autoridad, desde muy temprano aprendió a comprender y respetar las causas de los disidentes. Su capacidad conciliadora estuvo siempre en la raíz de su compromiso con la búsqueda de la paz, indispensable en este país en donde infortunadamente la muerte de un solado, o de cualquier otro colombiano, llegó a convertirse tan solo en una cifra. De ahí que su vida estuvo llena de actos simbólicos y útiles a la reconciliación, como una vez en Barrancabermeja, cuando mandó a traer hielo para ofrecerlo a unos huelguistas por cuya insolación llegó a temer.

Fueron muchas las ocasiones en las que se excusó de asistir a reuniones y celebraciones que no podían estar por encima del placer de pasar horas con su esposa, sus hijos y particularmente sus nietos, sobre quienes ejercía esa fascinación tradicional de los abuelos que tienen tantas cosas que contar. Sus amigos y sus discípulos sentimos profunda tristeza por su partida y al tiempo le guardamos permanente gratitud. Nos une el privilegio de haber podido disfrutar de su compañía y de su vocación educadora en los últimos años de su vida. También nos une el haber sido testigos de los mejores tramos de la existencia valiosa de quien será ejemplo de una combinación prudente de sabiduría, firmeza, honorabilidad, alegría, y un profundo respeto por las opiniones y los derechos de los demás.

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