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El globo fantasma

Pascual Gaviria
23 de diciembre de 2009 - 04:21 a. m.

UN CUENTO DE RUBEM FONSECA CON seis detectives dedicados a seguir el rumor de un gran globo, llamado El Cabrón o El Animal, que se dice despegará desde una de las barriadas de Río y mirará a la ciudad desde lo alto con su ojo luminoso e insolente, me hizo llamar a mi agente globero en Medellín para pedir unos cuantos faroles voladores y repetir el descaro de uno de los protagonistas de El globo fantasma:

“Zé de Souza un día me dijo que se caga en la ley de los tribunales y en la frescura de los ecologistas. Nuestra lucha, me dijo, es contra la ley de Newton. Cuando le hablé de los bosques me respondió que se jodan los bosques, los bosques se incendian desde hace millones de años y el mundo no se ha acabado”.

De verdad que no me extraña que los globeros de Río hagan parte de una incipiente religión que rinde homenajes a San Juan y San Pedro con sus ofrendas de papel de seda. El mechero es siempre el líder de la congregación. El encargado de formar las seis capas sucesivas de estopa y cera que alentarán al globo con su llama azul. Fernando Vallejo ha descrito bien la liturgia con nuestras palabras y nuestros santos: “El humo es como quien dice su alma, la candileja el corazón. Cuando se llenan de humo y empiezan a jalar, los que están elevando sueltan, soltamos, y el globo se va yendo, yendo al cielo con el corazón encendido, palpitando, como el Corazón de Jesús”.

La mecha debe extinguirse cuando el globo es aún un solitario punto suspensivo sobre un cielo de papel de china. No para salvar los bosques ni las benditas bodegas, sino para no perderle el rastro a su promesa, para recibir el secreto de hollín en la cara al recogerlo luego de su vuelo. El rastreador, segundo al mando en la iglesia globera, es el encargado de calcular su rumbo y conocer la maraña de la ciudad para llegar primero a la algarabía del aterrizaje: “La función de esa muchedumbre es rescatar el globo, de ser posible intacto, doblarlo, colocarlo en la pick-up y llevar al animal apagado de regreso, para después soltarlo de nuevo”.

En el cuento de Fonseca también aparecen creyentes de la iglesia opuesta. Dos funcionarias municipales, inteligentes, dedicadas, fanáticas de la ecología: “Para ellas el árbol era la mejor cosa que existía en el mundo”. Las señoras se encargan de presionar a los detectives que miran indolentes los globos, que no pueden ver la maldad en un vuelo tan lento:

 — “Todos los globos son una cosa monstruosa. Los globeros son una banda de criminales”.

 — ¿Por qué no una banda de soñadores? Son comunidades enteras las que hacen el globo. Sólo quieren ver cómo sube hacia el cielo. Lo más alto posible”.

Ya me aburrí de este diciembre de nieves imposibles al que nos condenan cada vez con más saña. Antes fue el pecado del musgo en el pesebre, ahora claman contra la ejecución del marrano en la cochina calle y piden condena para el matarife de uña larga. Y ponen sobre la mano del globero, olorosa a petróleo, los males del planeta y la suerte de los osos polares y los renos inexistentes. Oigo con gusto la conversación de pirómanos de los detectives de Fonseca:

— “Pero el globo es una cosa bonita, ¿o no, doctor?

— Un incendio también.

— La cosa más bonita que he visto fue el incendio de la refinería.

— Lo bello horrible, Cão”.

Lanzaré mis globos sin remordimiento. Pensando en la campana de los bomberos, en la jauría alegre que los seguirá y en el tranquilo aterrizaje de El Cabrón del cuento: “Calló lentamente y tocó el agua… La inmensa boca de fierro se posó en el océano y el globo se quedó inmóvil, una carabela fantástica sobre el mar en calma”.

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