El hombre del puente

Gustavo Páez Escobar
02 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Dos años cumple, este 22 de marzo, el deprimido de la calle 94, luego de 12 años de atrasos causados por la falta de planeación, la corrupción, los contratos caducados, los cambios de precios, la desidia oficial. El costo inicial fue fijado en 46.000 millones de pesos, pagados por  cuotas de valorización en el 2008, y la cifra final ascendió a 170.000 millones, reajuste que se quería volver a cobrar a los contribuyentes, hasta que el alcalde Peñalosa destrabó el problema con recursos del distrito. Lo que en este caso ocurre en Bogotá es similar a lo que pasa con la mayoría de obras públicas en el país.

El deprimido de la 94 es el mayor símbolo del carrusel de la contratación, el vergonzoso cartel que tiene en la cárcel al exalcalde Samuel Moreno. El ingenio popular dice que el nombre de “deprimido” está muy bien puesto al reflejar la depresión del ánimo colectivo. Dibuja el abatimiento, la desesperanza, el cansancio, la postración, la humillación que han tenido que sufrir los ciudadanos por culpa de los corruptos y los malos gobiernos.

Al poco tiempo de inaugurada la obra, un hombre de unos 50 años, con cara de buena gente, hizo su aparición en el puente peatonal construido al lado del deprimido. Venía atraído por la posibilidad de ganarse unos pesos en el oficio de barrer el puente. Desde entonces se dedica a recoger con su escoba solidaria la basura que cae en el lugar, que él empuja poco a poco, de manera pausada y eficiente, para que los transeúntes se den cuenta de su trabajo y le aporten alguna ayuda.

La gente lo mira con indiferencia, a veces con fastidio, y sigue adelante. Son pocos los que le dan algún dinero. Nicanor –supongamos que ese es su nombre– es un desplazado de la violencia. Vivía con su mujer y sus hijos en un predio rural del Tolima, y la guerrilla lo obligó a salir de la propiedad. De esta manera, llegó a Bogotá, la ciudad monstruo, la ciudad indolente, donde los desheredados creen que encontrarán oportunidades para trabajar, y se equivocan.

Nicanor sujeta en la baranda del puente la cartelera donde exhibe la certificación del alcalde del pueblo sobre su condición de desplazado. Es la misma suerte de miles de colombianos que deambulan por las ciudades rebuscándose los medios para vivir.  

Nicanor “trabaja” los jueves en el puente de la 94. El resto de la semana está en otros puentes. Un día hablé buen rato con él y me contó sus penurias. Supe que su mujer está inválida y que su hijo sufre una enfermedad degenerativa. Él mismo –Nicanor– tiene disminución auditiva y sus fuerzas vienen en decadencia. Aun así, se levanta todos los días, muy de mañana, para conseguir los pesos que le permitan pagar el arriendo en Soacha y subsistir con su familia en medio de la pobreza. Yo creí su historia, porque no había razón para dudar de su infortunio.

Es un ser decente, de mirada franca y triste. Le he cogido aprecio. Cuando lo veo ejecutando su oficio pordiosero, es como si viera al país entero: el país de los pobres, los desamparados, los arruinados, los que huyen del Tolima, y del Chocó, y del Cauca… y de buena parte de Colombia. Prófugos en la propia tierra.

Hace varias semanas no he vuelto a encontrarme con Nicanor. No sé si se enfermó, o se murió, o dejó de serle rentable el puente de la 94 y se fue con su escoba a otra parte.

escritor@gustavopaezescobar.com

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