En los mapas mudos, aquellos en los que nos ponían a ubicar accidentes geográficos, no aparecía. En nuestros libros de texto no era más que una fotografía y una alusión al hoyo soplador o a las cuevas donde un pirata supuestamente escondió sus tesoros. Se decía por ahí que había cocos, muchos cocos y gente negra que hablaba raro y practicaba religiones extrañas. Crecimos escuchando un chiste verde y malo de una mujer en un avión que disimulaba el coito con su pareja señalando a cada uno de los pasajeros y preguntándoles —acaballada en la pelvis del hombre— si iban para San Andrés. A medida que interrogaba aumentaba el ritmo de sus movimientos. En el clímax, celebraba con júbilo la certeza: “¡Todos vamos pa’ San Andrés!, ¡todos vamos pa’ San Andrés!”. La sexualidad y el erotismo asociados al archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina venían de antes. En una nota de septiembre de 1958 el periódico La Nación, de Costa Rica, decía que “los nativos [eran] gente de color, esbeltos, fornidos y de muy buen físico” y que “la mayoría de ellos [eran] verdaderos prototipos raciales y anatómicos”. Tiempo después, los cronistas nacionales —incluyendo a Gonzalo Arango— se convertirían en caja de resonancia de todo esto y más. Si uno hace una revisión sistemática de los textos que se publicaban en la prensa sobre el archipiélago no encontrará más que borracheras memorables de periodistas, intelectuales y actores en turismo, contrabando, concursos de tangas y la fórmula retórica barata de comparar a las mulatas con palmeras. La cereza —o el coco— del pastel la pondría Eduardo Carranza. En 1971 algunos de sus versos sencillos se convertirían en el himno oficial de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.
La cosa todavía venía de mucho más atrás. Las islas fueron durante mucho tiempo solo un lugar de contrabando donde cagaban las aves y se exiliaba a los revoltosos de la nación. Después se trató de integrarlas al territorio nacional con un proyecto turístico que ponía, como suele pasar, a la gente en el mismo nivel de exotismo del paisaje; se colocó uno que otro busto por ahí y se bautizaron sitios con los nombres de los héroes de la patria. Pero los vientos también son antiguos. En 1879 Joaquín Esguerra Ortiz publicó el Diccionario geográfico de los Estados Unidos de Colombia y cuando se refirió a Providencia dijo: “En dos años continuos ha sido azotada por la calamidad de los huracanes, y últimamente sufrió mucho con el del 26 y 27 de septiembre de 1877, quedando sus vecinos sin sementeras para cosechar los principales frutos que constituyen su alimentación”. Hoy el panorama es parecido o peor en Providencia y Santa Catalina. “No te imaginas lo que fue. Es algo de una fuerza descomunal”, me escribió un amigo cuando pudo acceder a la señal desde su celular más de cinco días después de la tragedia.
No hacía falta un huracán categoría cinco. Un simple viento tropical hubiera dejado sin techo y sin piso el débil discurso y las acciones de incorporación del archipiélago a la nación colombiana. El problema es que ahora se desnudó la anomalía histórica —y lo de desnudo es literal— a costa de la muerte de una persona y de incalculables pérdidas materiales.
Es hora de que el país revise la manera fallida en que ha intentado sumar estos territorios al remedo de nación. Es un hecho que la falta de inclusión y el poco conocimiento de la condición del otro hicieron que en este país la única alternativa para construir nación sean el lamento y la caridad después de la tragedia.