El limbo como estrategia

Piedad Bonnett
06 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

Alguna vez Uber fue una alternativa para tantos ciudadanos que, hartos del mal servicio de los taxis amarillos, estábamos dispuestos a pagar más. Para los sometidos a taxistas que cobran tarifas que no son, manejan como locos, se pasan los semáforos en rojo, van hablando por celular, llevan la música a todo taco y sólo van para donde ellos quieren, Uber, con sus camionetas nuevas, su servicio inmediato, sus conductores amables y discretos y su servicio de cobro a través de tarjeta, fue una opción que mucha gente acogió de inmediato. Los usuarios creímos que su legalización sería rápida, y que, como en otros países, se lograría crear las condiciones justas tanto para el gobierno como para la competencia. Se trataba, pensamos, de ajustar al sistema la novedad de las compañías digitales, a todas luces positiva.

Pero los meses y los años fueron pasando, y Uber sigue en el más terrible de los limbos. Mientras los taxistas hacían paros y agredían a su reciente competencia, salió a la luz que las condiciones de trabajo de la mayoría de ellos son muy malas, que tienen largas jornadas de trabajo, que deben entregar “producidos muy altos”, asumir costos que no les corresponden, y que, incluso, muchos no cuentan con buena seguridad social. Que los empresarios abusan, no los capacitan, no exigen suficiente del personal que contratan, y que la reglamentación gubernamental es difícil porque hay muy distintas formas de trabajar un taxi.

Pero las consecuencias del limbo creado por los que no saben o no quieren enfrentar un lío de estas dimensiones —ni ponerse a la altura de los tiempos— son graves. El miedo cundió pronto entre los conductores de Uber, y muchos de los que invirtieron en vehículos para tener una opción laboral, hostigados por los taxistas y por la policía (que, cuentan, comete abusos como hacerles mostrar el celular), o vendieron o se concentraron en defenderse, creando estrategias de información y desplazamiento. La ilegalidad empezó a mostrar su cara perversa, a engendrar corrupción y a elevar la posibilidad de soborno. Ya hay denuncias de que algunos conductores —muchos de los cuales adoptaron las prácticas de los peores taxistas— piden al usuario cancelar el servicio a cambio de hacer arreglos por menos de la tarifa marcada de antemano. El miedo también alcanzó a los usuarios, que empezamos a sentirnos partícipes de un acto ilegal. Primer paso del limbo como estrategia de aniquilamiento.

Acorralada, Uber empezó a cambiar las reglas del juego. Introdujo Uber X —vehículos particulares que prestan servicio público—, permitió el pago en efectivo, subió las tarifas, convirtió en costumbre cobrar doble o triple en horas pico, etc. Ahora Uber paga impuestos, pero los conductores se quejan de desamparo y de malas condiciones de trabajo. Y, por supuesto, aquello de “qué música quiere oír” o la botellita de agua es cosa del pasado.

El caso de Uber —que, por supuesto, tiene más aristas— prueba lo ya sabido: que cuando hay autoridades negligentes, confusas o cobardes, que no regulan la fuerza despiadada de las megaempresas, las víctimas son siempre los más débiles.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar