El M-19 y la muchachada del barrio

Mauricio Rubio
12 de diciembre de 2019 - 00:00 a. m.

Hace unas semanas Gustavo Petro denunció 314 “bajas en combate” de menores sin referirse a los aportes del M-19 a esa situación.

Tras analizar “homicidios de niños, niñas y adolescentes en acciones militares” con agente estatal como presunto agresor, el senador destaca “dos hechos violatorios del DIH. Uno, reclutar menores; dos, matarlos”.

En 2017, un informe de la Memoria Histórica sobre reclutamiento infantil señaló que el fenómeno aumentó en los 80, coincidiendo con el auge del M-19, la consecuente influencia de Cuba en el conflicto y el eufemismo de los “campamentos de paz”. Conjeturé que dicha estrategia, típica del régimen castrista, habría sido importada al país por sus pupilos. Encontré luego unas “experiencias de la militancia barrial del M-19 en Bogotá”, publicadas en 2018 por Iris Medellín, hija de una antigua combatiente cuyos contactos le permitieron entrevistar exmilitantes.

A diferencia de los “intelectuales”, mandos medios que enfrentaron dificultades para establecer contacto con la guerrilla, “las muchachas y muchachos del barrio”, todos menores de edad, no tuvieron que esforzarse: “el M-19 los encontró” allí donde vivían. Por “la temprana edad” a la que ingresaron, se identificaron con el proyecto político ya incorporados al grupo. La simple presencia en los barrios de un atractivo movimiento guerrillero con discurso cautivador y acciones espectaculares los motivó a militar precozmente.

A Gerardo lo contactó Arcila, compañera de colegio en Kennedy. “La china pintaba bonito y tal, teníamos muchas cosas en común. Y ella me mete porque me gustaba el M. Yo tenía 16 años”. Sus primeros operativos fueron en Corabastos y coincidieron con la “Manifestación del Desagravio a la Paz y a la Democracia” en la que repartió volantes e hizo pintas.

Sergio vivía en el Quiroga y terminó bachillerato en un colegio donde conoció a varios líderes estudiantiles que pronto ingresaron al M-19 “en medio de las dinámicas de camaradería del barrio”. Tenía 16 años y con tres amigos de colegio conocieron a Agustín, también del vecindario. “Empezamos a recibirle la charla, y el periódico del M… mimeografiado con un logo que era el puño en alto con un fusil”. Montaron una célula haciendo tareas pequeñas para después “mover armas y eso.. ese combo de amigos hacía parte no solo de la vida del barrio sino de la organización”.

A Lina la maltrataba en su hogar la esposa del padrino. Se escapó de la casa y se fue a vivir con una prima en Ciudad Bolívar. Con 12 años trabajaba en una cafetería y allí conoció a Berna, quien le propuso unirse al grupo de trabajos juveniles del M-19: “¿Usted quiere ser guerrillera?”. “¡Uy, de una!” respondió ella. Quería vengarse.

Lucía andaba con los curas claretianos que “eran como de izquierda”. Hubo una reunión en ese colegio y allí “empató con los pelados”. Era una niña y ya quería irse de la casa. “Ah, no, pues camine, vámonos”, le dijeron. Conoció a Consuelito que tenía un arma y eso le llamó la atención: “me parecía que se veía super poderosa”.

A Paola le dieron un fusil y le enseñaron a manejarlo esa misma noche. “Mire este es tiro a tiro y aquí ráfaga”. Aunque el M-19 organizaba escuelas militares en sus zonas de influencia, como Tolima y Cauca, la formación inicial se daba en espacios urbanos domésticos, “lo que vaya saliendo, se va haciendo… arme y desarme, me lo enseñaron ahí mismo, en la casa, con lo que había”.

Aunque fueron pocos, estos testimonios revelan las redes de reclutamiento de menores con menores que mantenía el M-19. En 1984 el grupo se enorgullecía de tener en sus filas “jóvenes, casi niños, que abren con su lucha el futuro de Colombia”. Petro confirma que por aquella época el Eme crecía “a buen ritmo en colegios”. Él también era adolescente cuando, ya en la universidad, participó en su primera toma armada encapuchado. La pasión política de este inquieto y brillante estudiante, “muy radical en sus apreciaciones”, había empezado en La Salle de Zipaquirá bajo infuencia de futuros militantes, un fuerte movimiento sindical y el nadaísmo.

Iris Medellín aclara que, para sus entrevistados, tomar las armas fue una “decisión personal y consciente, no bajo amenazas”. El pasado 22 de Noviembre, en la Comisión de la Verdad, las FFAA, antiguas Auc y Farc-ep pidieron perdón por el reclutamiento forzado. Aunque el tabú de niños en la guerra es milenario, atraerlos “voluntariamente” no estaba tipificado como crimen cuando el M-19 lo hacía.  

Si cuestionara esa práctica en lugar de ensalzar románticamente su pasado violento, una costumbre inveterada en la gran familia M-19, Petro podría enfriar la confrontación ideológica, entender mejor la dinámica de las violaciones al DIH, para superarlas, y liderar un movimiento realmente Humano mientras espera el veredicto de las urnas por su papel en el paro.  

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