El mal

Beatriz Vanegas Athías
07 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Conocí el mal a muy temprana edad aunque no me afectó directamente porque era un mal naturalizado, casi una costumbre justificada hasta por la literatura. El mal para ese entonces se trataba del abandono del padre y la asunción de la madre como dueña de todas las responsabilidades para sostener el hogar. También estaba ese otro mal llamado pobreza. El descubrimiento de este mal fue progresivo y sinuoso, porque vivir en un pueblo rodeado de veredas y corregimientos suavizaba de manera caritativa la manifestación más evidente de esta pobreza que era el hambre. Se pasaba hambre, es cierto, pero no inanición. Siempre había un patio lleno de árboles frutales o un vecino que regalaba la olla de sopa y el porta de arroz. Y el mal era llevadero. Era entendible porqué unos tenían tanto y otros tan poquito. Era casi natural.

Empecé a crecer y desarrollé dos personalidades: una pública y sumisa; y la otra, privada e inconforme que no manifestaba más que en mi mente. Veía cómo los cuadernos aquellos de mi madre, color madera con la marca “Norma”, se llenaban de cuentas y nombres de paisanos que llegaban con el rostro avergonzado y compungido por la necesidad y salían cargados de otra cara, esta más serena y alegre por las bolsas de productos para alimentar a la prole al menos por la semana porvenir. El mal había sido apaciguado.

Pero esa personalidad privada que yo guardaba empezó a erupcionar porque hasta cierto nivel pude aguantar aquel orden de las cosas. Adquirí un poderoso conocimiento del mal cuando me di cuenta de la aberrante disparidad que rodeaba las frases de terratenientes y politiqueros (los representantes del poder local) de la vida que ostentaban y la miserable que hacían llevar al pueblo.

El mal entonces se presentó en forma de corbata. Cuando era niña y después adolescente no sabía qué era una corbata. O sí, pero no sabía que así se nombraba una prenda de vestir. Sabía en cambio que una corbata era un puesto (empleo, oficio, mejor preciso: un no oficio) que tenían muchas amigas de mi mamá y los hijos de sus amigas y los maridos. Es decir, una corbata poseía la llamada gente de bien del pueblo, la que recogía los votos para los caciques políticos de Sucre, tipo Martínez Simahán, Guerra Tulena, el Gordo García, etcétera. En fin, que con esas corbatas o no empleos pagados por el Estado esa gente de bien amasó fortunas y enviaba a educar a sus hijos a Sincelejo, Cartagena, Barranquilla y hasta a Bogotá. A quienes nunca tuvimos corbata (la mayoría del pueblo y veredas) nos tocaba trabajar duro para medio educarnos. Aquello era el mal en su más normalizada versión.

Esa gente encorbatada era (es) muy católica. Así fueran liberales o conservadores, en el fondo eran godos: todo para nuestro clan, nada para el colectivo. Y hoy son los que llaman vagos a quienes marchamos y apoyamos el paro nacional. Es la misma gente que cree en Álvaro Uribe más que en Dios.

COLETILLA: El mal personificado es el cerco paramilitar sobre #Bojayá. El mal es el silencio y la ausencia de medidas confiables para frenar la masacre. El mal es creer que está bien militarizar una ciudad para defenderla de supuestos vándalos estudiantiles y dejarla abandonada ante la probada peligrosidad de ejércitos paramilitares.

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