Las personas de éxito y fama suelen comerse el cuento de que la sociedad las considera irremplazables. Alimentadas por su ego, extreman la dimensión de su importancia mientras disminuyen la valía de los demás a los que, invariablemente, juzgan como inferiores en conocimiento, inteligencia, belleza o habilidad. El exhibicionismo es lo suyo. Los psiquiatras las llaman narcisistas y las caracterizan por “su exagerada autoestima y la megalomanía que se traduce en sentimientos de omnipotencia, omnisciencia y poder”. En los textos sobre el tema también se puede leer que quien padece ese mal “presenta una gran ambición y expectativas no realistas” lo que hace tener “una exaltación hipermaníaca” que lleva a “la persecución constante de la gloria y el triunfo”. Se me antoja, por los indicios, que Néstor Humberto Martínez Neira se ajusta a este cuadro clínico.
Un primer ejemplo: en el libro en que describe sus apreciaciones sobre el Acuerdo de Paz con las Farc, todos los acontecimientos giran a su alrededor. Incluso el presidente de la República es un actor menor a su lado, pues, gracias a él y a sus sabias advertencias, el mandatario no desbarrancó al país por completo. Pero resulta que, vistas las cosas con el prisma de la realidad simple y llana, desde Juan Manuel Santos hasta los personajes que debatieron, por años, con la guerrilla en Cuba, en donde, por cierto, no estuvo el exfiscal, sostienen que Martínez distorsiona gravemente los hechos de la negociación, de los que tuvo noticia solo por terceras presencias. Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo, Juan Fernando Cristo, Yesid Reyes y un largo etcétera de exfuncionarios delegatarios gubernamentales lo desmienten con documentos y argumentos. (Esta debe ser la explicación para que el libraco se haya quedado en las estanterías sin que nadie lo requiera).
Otro ejemplo de la fantasía egocéntrica de Martínez es la interpretación que da sobre su nombramiento en la Fiscalía. Ha dicho en medios que “cayó en la tentación” de aceptar tal cargo para “brindarle un apoyo a la justicia” y que, cuando se posesionó, lo hizo como “un acto de verdadero patriotismo” por el “sentido del servicio público” que lo llevó a sacrificar su bufete, “el mejor del país”. En la historia real, en cambio, consta que fue a última hora y por presiones políticas de Germán Vargas Lleras, cuando Santos se vio obligado a incluirlo en la terna de aspirantes a dirigir el ente investigador pese a la oposición premonitoria del círculo palaciego que anticipó su calidad de traidor.
Y, ahora, se reconfirma lo que el propio Martínez Neira ha negado reiteradamente: su intempestiva renuncia a la Fiscalía, adjudicada por su imaginación desbordada a una decisión de la JEP sobre el guerrillero Santrich, buscaba evitar que se concretara una inminente decisión judicial de la Corte Suprema sobre su impedimento para conocer los procesos por la macrocorrupción de Odebrecht. “¿Cuál conflicto de intereses podía yo tener en ese momento? ¡Ninguno! ¡Absolutamente ninguno!”, sostuvo hace poco en la W, en uno de sus delirios.
El domingo pasado, el periodista Juan David Laverde, en un buen artículo publicado en El Espectador, recontó, con detalles, lo que ocurría en la Corte Suprema días antes de que Martínez renunciara. El reportero pone en cabeza del magistrado Luis Hernández, para ese momento (mayo de 2018) presidente de la Sala Penal, el “juicio” interno que se le seguía al fiscal general y que no se reducía a la evaluación sobre la imposibilidad ética de que Martínez supiera el curso penal de los casos Odebrecht. Para esa fecha, la sala plena sopesaba las implicaciones de las “mentiras” de Martínez Neira desde cuando presentó examen ante la Corte como postulado a la Fiscalía, y las que continuó diciendo en su ejercicio de alto funcionario. Hernández fue directo y duro, es cierto. Expresó su molestia por el engaño al que se sometió a la corporación. También es cierto que los magistrados Gerardo Botero y Luis Armando Tolosa estuvieron de acuerdo con Hernández. Pero no solo ellos tres. Unos días antes del acto teatral de su retiro, Martínez supo, por versión de un togado, que la mayoría de la Corte creía —y que así lo iba a plasmar en una providencia, con el peso de una decisión judicial— que el fiscal debía irse del cargo. Una recusación contra Martínez Neira presentada por el apoderado del exdirector de la ANI Luis Fernando Andrade, quien recibió protección de la embajada de Estados Unidos, y otra, del senador Jorge Enrique Robledo, terminaron de armar la argumentación de soporte de la Corte Suprema para pedirle al fiscal que dejara el cargo. Enterado Martínez de su situación, decidió, finalmente, renunciar. Pero si le preguntan hoy sobre tales acontecimientos, dirá que es falso. Que quienes describimos esta realidad lo injuriamos y calumniamos. Y que nos va a denunciar y a demandar civilmente para quitarnos “hasta el último gramo de oro”. Grandilocuente como es. Narcisista, como lo describiría un psiquiatra que conozca su personalidad.