Empiezo por una confesión: tengo una triste incertidumbre y no sé cómo defender la consigna de paz.
No he logrado que los falsos positivos, el paramilitarismo, la desaparición de testigos, los apóstoles del horror, las chuzadas del DAS, Yidis y tantos otros espantos asociados al uribismo me lleven a votar por Petro.
De vicepresidenta, preferiría 100 veces a Ángela María Robledo que a Marta Lucía, pero de presidente, a ninguno.
Rechazo enfáticamente la extrema derecha del innombrable, pero eso no equivale a respaldar a su contrincante; menos aun cuando esta agua y este aceite tienen en común tanto populismo, tanto verbo de falso mesías.
Ambos partidos dicen y desdicen cosas al vaivén de la contienda: el Centro Democrático le daría rejo a los acuerdos de paz, a las altas cortes, a la JEP, al subsuelo… Colombia Humana propone que “una constituyente territorializada y pluralista haga las reformas que no hizo la Constitución del 91, a la salud, educación, justicia y política”; aumentaría el impuesto predial a la tierra improductiva, y acabaría con los fondos privados de pensión.
Como ninguno de los dos candidatos me inspira confianza, hice el ejercicio del “nefastómetro”. Resultado: me angustia más Uribe tres que Petro uno y medio (entendiendo por “medio” la Alcaldía de Bogotá). Ambos son un peligro, pero coincido con un hijo, amigos libre pensadores y maestros periodistas: “Uribe es peor”.
La dimensión del daño causado por el Centro Democrático sobrepasa, por mucho, la petulancia, antigerencia y demagogia, el resentimiento y exaltación de la lucha de clases, de la Colombia Humana.
Comprendo a quienes, sin ser petristas, han cambiado el voto en blanco por el apoyo a Petro, argumentando que moderarlo a él resultaría menos imposible que frenar a Duque: el uribismo, dueño del Congreso y de la Presidencia, sería un atroz monolito de poder (gracias Mavé, por la palabra), jurásico y represivo, con todos los riesgos y exclusiones que ello implica.
Petro tiene gente fatal, pero ha hecho alianzas valiosas; que Mockus y Claudia López estén con él puede tener dos lecturas: o no eran tan independientes como decían, o depusieron su posición personal, en aras de consolidar un camino a la paz.
Por su parte, ¡mentor y alfiles de Duque dan grima! Desconcierta que una persona inteligente y joven se lance al ruedo catapultado por Uribe y su prontuario; y que tenga de escuderos al aquelarre de Ordóñez y su medioevo, a Gaviria y su traición, a Viviane y su incoherencia, a Popeye y sus muertos. En el fondo de su corazón, ¿no sentirá vergüenza?
El voto en blanco no tiene poder vinculante y legalmente es un cero a la izquierda; es más simbólico que efectivo, y muchos dicen que, a estas alturas, no estamos para símbolos. Que lo único válido y necesario es atajar a Duque, o a Petro.
Pero votar en blanco es mi forma de expresar que agradezco vivir en una democracia, y que a pesar del desengaño participo de ella; que votar por Petro me da dolor de estómago, y respaldar a Uribe me daría un incurable dolor de conciencia.
Por eso —en medio de contradictores de todos los tonos—, sin asomo de felicidad, sin neutralidad ni cobardía, con dolor de país, y siguiendo una coherencia que quizá sea inútil, pero es genuina, a la hora enviar esta columna, sigo con mi #VotoEnBlanco y mi perplejidad en gris.