El “NO” tenía razón (aniversario del plebiscito)

Daniel Mera Villamizar
30 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.

Como postura histórica, política, moral, ética y estratégica se ha visto corroborado y esclarecido por los hechos en un año.

Este lunes 2 de octubre se cumple el primer año desde la realización del “plebiscito para la refrendación del acuerdo final” de paz con las Farc. Las condiciones materiales y legales descaradamente desequilibradas que impuso el gobierno para la campaña menoscababan la legitimidad de una victoria del Sí.

Sin embargo, ganó el No, porque representaba la más profunda personalidad histórica y política de la nación desde la única guerra que nos enorgullece, la de independencia contra España. Esa personalidad macerada en la persistencia de la república, la democracia liberal, los gobiernos civiles y algunos valores conservadores, pese a los charcos de violencia.

El jefe negociador del gobierno había dicho que el acuerdo final con las Farc respetaría los “valores esenciales de la nación”, aceptando el trasfondo del desacuerdo.  Pero una mayoría de ciudadanos, con gran valor civil, votó que no, negó la refrendación. Si hubiese vencido el Sí por el mismo estrecho margen, un gobierno responsable tendría que haber renegociado en todo caso cuestiones divisivas del acuerdo.

El 2 de octubre de 2016 fue, entonces, un día histórico en el doble sentido de ser único en un largo tiempo medido en décadas y de tener la trascendencia para determinar acontecimientos futuros no implicados en el plebiscito, como las elecciones de 2018.

Tanto, que un candidato, Fajardo, pretende “pasar la página” (antes de tiempo), cuando en realidad está comprometido con el Sí a todo, y otro, Vargas Lleras, busca ahora “enmendar la página”, que se escribió ante su presencia cómplice y oportunista mientras callaba sus convicciones.  

Ni se diga de aquellos cuyo sueño es aplicarle a Colombia la letra menuda del segundo tomo espurio de 310 páginas de la Constitución, ese que en el Congreso tratan de corregir por los laditos, con la ayuda del fiscal General de la Nación. A todos los ronda el plebiscito.

Lo que ocurrió después del 2 de octubre fue la primera operación política en nuestra historia en la que no hay duda de que se desconoció o falseó la voluntad popular, aunque sus autores creen que salió “impecable” en lo jurídico-constitucional. En la calle lo llaman llana y comprensivamente “robo”.

La operación descansa en una mentira “ontológica” o empírica si se quiere:  que hubo un “nuevo acuerdo”, y en una argucia jurisprudencial de la Corte Constitucional: que hubo una segunda “refrendación popular”, distinta de la del pueblo en las urnas y válida.  

Sus autores saben que el “ser”, los pilares, la arquitectura, la vocación del acuerdo final no cambiaron según las demandas de los negociadores del No.  Habrá que demostrarles eso empíricamente (con métrica y lógicas formal y dialéctica), por si no han notado la persistencia de los reparos estructurales de la oposición.  

Cínicamente podrían argumentar que no existe una definición taxativa de “nuevo acuerdo”, y que eso depende de las mayorías en el Congreso y la Corte, aunque tal cinismo sería poco al lado de la violencia moral que algunos ejercen.

La argucia jurisprudencial de la Corte Constitucional solo la puede remediar hacia atrás el pueblo derogando sus consecuencias. Hacia adelante, comparto una idea de acto legislativo que se ha planteado el Centro Democrático para adicionar un parágrafo al artículo 104 de la Constitución, que le permitiría a la nueva Corte Constitucional reponerse un poco de la deshonra intelectual:

“Defínese refrendación popular  como el pronunciamiento favorable del pueblo sobre la decisión que se somete a su consulta. Si la decisión del pueblo es desfavorable, ningún poder constituido o delegado podrá refrendar o adoptar una decisión contraria en el mismo asunto negado en el transcurso de cuatro años. Refrendación popular es una potestad exclusiva del pueblo”.

Tal vez no fue tan “impecable” la estratagema. No hay robo perfecto. Dicho esto, los hechos han mostrado que la postura del NO tenía razón en diferentes dimensiones.

En lo político: que ser críticos del acuerdo final de paz no era ser “enemigos de la paz”, como saben los que votaron Sí y hoy piensan como los del No. Que era falsa y abusiva la disyuntiva de “esta paz o la guerra”.

En lo moral: que la reconciliación del país con un grupo criminal como las Farc no podía ser impuesta o exigida sin mediar justicia (aunque transicional), reparación y verdad, más allá de eventos de perdón ante los medios.

En lo estratégico: que si la democracia colombiana no contaba con una expresión de rechazo al acuerdo final, el país quedaría totalmente expuesto a las concesiones del gobierno a las Farc.

Gracias al valor civil del No, por ejemplo, todavía se puede evitar que los exguerrilleros sean unos multimillonarios provenientes del crimen haciendo política o que los militantes improvisados de magistrados nos sirvan su visión en sentencias de la JEP. 

En lo histórico: que las Farc en cinco décadas nunca representaron a un número significativo de colombianos como para aceptar que tras su derrota militar estratégica pudieran negociar reformas estructurales.  

Hoy es claro que tuvieron poderes “constituyentes” en la mesa de La Habana y que la anulación del acuerdo como “bloque de constitucionalidad” por la derrota en el plebiscito fue otra burla. Así no es que se configura nuestra historia político-constitucional. Ni más faltaba darle a la violencia pretendidamente política una legitimidad que nunca tuvo.

En contraste, a los voceros de la mayoría democrática del No ni les dejaron leer el supuesto nuevo acuerdo antes de darlo por cerrado.

En lo ético:  que en la vida de una sociedad ceder ante el chantaje de la violencia puede acabar los fundamentos mismos de la sociedad.  

Que la razón última por la que tenemos Fuerzas Armadas es que estamos dispuestos a la decisión dura de sacrificar vidas para preservar las vidas y las libertades que se perderían si la violencia es la fuente del poder político que co-ordena la sociedad, en lugar del acto sencillo y hermoso del voto ciudadano.

Si las Farc hubiesen alcanzado el poder por las armas, y no lo lograron gracias al sacrificio de tantos militares y civiles, cientos estarían en la cárcel arbitrariamente, muchos muertos por protestar, tendríamos libertades recortadas, menos bienestar y no seríamos una democracia, en una versión peor que Venezuela.

Aquí se quiso estigmatizar la ética de la firmeza ante la violencia como garantía de supervivencia colectiva, como si la violencia fuera de la naturaleza y no se le pudiera decir a la contraparte  “deje de matar y de dinamitar, que es su maldita decisión; esta violencia existe porque usted la organizó debido a su ideología y a su ambición de poder, no por causas sociales inmanentes”.

Ver Más ético es corregir el acuerdo que volver a la violencia (30/sept/2016) y “Mejor acuerdo posible” nunca hubo (18/nov/2016).  

@DanielMeraV

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