El nuevo normal

Juan Carlos Botero
28 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

La normalidad es un concepto relativo. Y lo que lo hace relativo es que su presencia depende de dos cosas: de la frecuencia y de la falta de consecuencias. Algo, incluso algo que antes nos chocaba e indignaba, nos termina pareciendo normal cuando ocurre a menudo y, a la vez, cuando no pasa nada en el momento de ocurrir. Entonces aquello que era inadmisible y motivo de sobra para protestar en su contra, se recibe con un gigantesco bostezo, y la persona cambia de canal o pasa la página del periódico para ver qué más está pasando en el mundo. Ahora eso es “normal”.

La astucia de Donald Trump ha sido entender esto, y ha utilizado su cinismo y descaro para reconocer lo intolerable sin pudor, y esperar, sin vergüenza, que pase el tiempo para que la gente lo termine aceptando, quizás a regañadientes, hasta que, tarde o temprano, ya no escandaliza o impresiona. Para que ya sea normal.

Por ejemplo, que antes un candidato presidencial se atreviera a iniciar una campaña electoral sin divulgar sus ingresos y su declaración de impuestos era inconcebible. Trump lo hizo, no pasó nada, y la próxima vez será más aceptado. Ahora ese engaño es casi normal.

Que un político hablara de manosear a las mujeres y se ufanara de tratarlas como basura bastaba para sepultar su carrera de inmediato y para siempre. No olvidemos el candidato demócrata Gary Hart, un líder prometedor de su partido que, en 1988, por una foto en la que salía con su amante, Donna Rice, sentada en sus piernas frente a su yate Monkey Business, se le acabó su futuro político del todo. Trump hizo algo mucho peor y no pasó nada. Lo que antes era inaceptable ya ni siquiera escandaliza.

Que un candidato presidencial se burlara de un paralítico, de un héroe de guerra, o que fuera pillado, sin duda alguna, en una de muchas mentiras colosales, bastaba para obligarlo al exilio político. Ahora es un nuevo “normal”.

Que un presidente, como Recep Erdogan de Turquía, contemple a sus guardaespaldas moler a golpes a un grupo de personas que protestan pacíficamente contra su gobierno, y en EE. UU., y que no levante siquiera una ceja de asombro, es otro ejemplo. Sucede y no pasa nada. Es un paso al frente para convertir aquello, eventualmente, en “normal”.

En efecto, basta que pase unas pocas veces sin que suceda nada para que aquello se empiece a aceptar. Para que se normalice. Todos estos casos, que antes eran inconcebibles, que de inmediato despertaban una condena, un rechazo nacional y una indignación absoluta, hoy no despiertan mayores pasiones. Algunos protestan, pero son pocos y su molestia se evapora con el último chisme de las Kardashian.

Esta batalla contra lo inadmisible, el esfuerzo de impedir que lo atroz se normalice, como dijo alguna vez Vargas Llosa, es una batalla que quizás no se puede ganar, pero en cambio sí se puede perder. Si no estamos alertas y atentos, los canallas terminan imponiéndonos su conducta inmoral, y nos limitamos a encogernos de hombros. Es el nuevo normal.

Entonces las cosas tienen que llegar a un punto explosivo para que la población se sacuda de ese estado de atrofia y parálisis, de indiferencia y resignación, de cinismo. Entonces lo inaceptable vuelve a serlo y lo horrible indigna de nuevo. Pero si no llegamos pronto a ese punto de cambio, esto se lo lleva el carajo.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar