Publicidad

El otoño de Lukashenko

Eduardo Barajas Sandoval
25 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

A veces los políticos se llevan la sorpresa de que la gente no los quiere tanto como ellos creían, o quisieran. Es como si su instinto nada les hubiera dicho, o como si hubieran reprimido al extremo las señales que anuncian lo inverosímil de sus éxitos acomodaticios. Como si no les diera vergüenza ganar todas las veces, a lo largo de décadas, con mayorías arrolladoras que, de paso, sugieren una de tres calamidades políticas: la trampa, la majadería de unos votantes incapaces de disentir, o la imposibilidad de que se abra paso la verdad.

Encerrada entre Rusia y Polonia, Ucrania, Lituania y Latvia, Bielorrusia lleva casi tres décadas bajo el gobierno de Aleksandr Lukashenko, un dinosaurio formado en la era soviética, cuyo modelo ha mantenido a ultranza con un discurso nacionalista que lo presenta como defensor del país ante la interferencia extranjera y garante de una estabilidad que supone solo él es capaz de proveer. Como cualquier dictador clásico del Caribe.

Aficionado al Hockey, ya se sabe que todo equipo que se oponga al suyo debe permitir que anote, para que haya oportunidad de celebrar sus habilidades deportivas. Costumbre de invencibilidad artificiosa que se extiende a las elecciones. Fórmula que le permitió ganar supuestamente de manera arrolladora los comicios del 9 de agosto pasado, para obtener su sexto mandato. Sólo que esta vez tuvo una competidora que a todas luces habría obtenido un resultado que, de haber contado bien los votos, la habría podido llevar al poder.

Para un personaje que desde el siglo pasado fue capaz de apropiarse de poderes absolutos y que lleva el orgullo de ser el autócrata más longevo de Europa, la acometida ciudadana, no solo en las votaciones, sino a través de las protestas posteriores, que denuncian una segura trampa en el escrutinio, ha resultado ser un destemple insospechado, frente al cual sólo pudo reaccionar mediante la represión, que apenas sirvió para avivar el fuego.

La campaña por la jefatura del estado había estado llena de desaciertos e irregularidades. La recomendación presidencial de “tomar vodka, ir a la sauna y trabajar duro”, como prescripción para evitar el contagio del Coronavirus, no fue tomada como chiste, sino como muestra de la caducidad de un ignorante, desconectado de la realidad. Su maniobra de apresar a Sergey Tikhanovsky, candidato opositor, condujo a un movimiento insospechado, de esos que cambian todo cuando menos se espera: la esposa del detenido, Svetlana Tikhanosvkaya, profesora de inglés de 37 años, tomó las riendas de la oposición.

Con una mujer como protagonista, fue creciendo la concurrencia ciudadana a manifestaciones que atendieron a un llamado al cambio que tomó fuerza inusitada. Animado por el activismo femenino y el de numerosas organizaciones sociales antes inexistentes, el movimiento llegó a ser de tales proporciones que, el día de los escrutinios, hizo inverosímil el resultado que adjudicaba al presidente el ochenta por ciento de los votos. Máxime cuando por todos lados se denunciaron irregularidades y se produjo un “oportuno” apagón de internet a lo largo de varios días. Entonces vino la protesta popular.

Como dictador típico del modelo soviético, el presidente, que animado por el coro de su camarilla se cree único intérprete del destino de la nación, desató una ola represiva, policial y judicial, que todo lo que hizo fue avivar el fuego de los reclamos y engendrar la solicitud de su dimisión. Svetlana se tuvo que ir a Lituania por seguridad, pero las calles de Minsk, y las de todas las ciudades, se han visto llenas de gente de toda edad y condición, unida contra la violencia policial y la manipulación informativa, con el denominador común de la exigencia de un cambio de gobierno.

Perdido el miedo ciudadano, el reclamo no se limita al resultado electoral, sino que busca una oportunidad de cambio democrático.

Abundan ahora las malas señas contra un régimen que pensaba seguir al ritmo de los últimos veintiséis años, abusando del poder. Muchos policías han dejado su trabajo y periodistas de los medios oficiales se han ido del país. En busca de apoyo obrero, del que tanto se preciaba, Lukashenko se fue a una fábrica de tractores a animar a sus supuestos partidarios, que terminaron por pedirle también que se vaya del poder. Y las manifestaciones de apoyo, salidas de los cuarteles, regresaron con las banderas replegadas.

Como penúltimos recursos, Lukashenko ha dado instrucciones al ejército para que defienda su régimen, y se ha inventado, típico, el cuento de que las fuerzas de la OTAN se agrupan desde Polonia para invadir el país, que él, por supuesto, está dispuesto a defender ! Maniobra falaz, desmentida hasta la saciedad por los presuntos protagonistas de la agresión, y que no es sino símbolo de su desespero.

Está por verse si la presión interna puede dar al traste con el gobierno de Aleksandr Lukashenko. De pronto no, mientras las armas estén de su lado, así sea con un alto grado de indignidad. Y no se sabe hasta qué punto pueda llegar la fuerza política de la oposición, que aunque tenga la razón de pronto está lejos de conseguir un cambio radical en el poder.

Aparece entonces el espectro de la dimensión internacional. Y es en ese escenario en el que no hay razones para pensar que los bielorrusos aspiren a entrar a la Unión Europea, que se encuentra del otro lado de la frontera polaca. Los manifestantes han tenido el buen cuidado de no reclamar su ingreso a la Europa comunitaria. Para ellos, atados histórica, étnica y culturalmente a Rusia, existen otro norte y otro catalogo de aspiraciones. No es de todo el mundo el sueño de fortalecer los lazos con Washington, Londres, Berlín y Paris. Ahí está el camino de Moscú.

Sin perjuicio de que la Unión Europea haya sancionado ya al régimen de Lukashenko, y de que ahora, en atención a cuidadosa petición ciudadana haya expresado que no reconoce su triunfo en los comicios de hace dos semanas, la clave está en el Kremlin de Vladimir Putin. Bocado exquisito para la diplomacia rusa, que puede aprovechar el descontento popular para ratificar, precisamente con ese apoyo, la circulación de Bielorrusia en la órbita de Moscú. Lógica dentro de la cual Lukashenko pasaría a servir como papel quemado. Si no lo hacen así, terminarían por empujar a los bielorrusos, poco a poco, hacia Europa occidental.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar