El país de los libros perdidos

Arturo Charria
11 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Debe haber un lugar al que van a parar todos los libros que he perdido. A veces pienso en volver a buscarlos, hacer una lista con todos los libros que recuerdo haber dejado en algún café, taxi o avión, los que he prestado y nunca han regresado, o los que simplemente han desaparecido sin que me dé cuenta.

Una sección entera de nuestra biblioteca debería estar siempre vacía a la espera de esos volúmenes que no han vuelto. Se trata de libros que no son reemplazables por nuevas ediciones, porque aunque suelen imprimirse en miles, cada uno es único: hay un libro para cada lector que lo necesita y un vínculo nos une con ese ejemplar, en el que nos vemos reflejados como en un espejo.

La intensidad con que sentimos la ausencia de esos libros está sujeta a la forma en que descubrimos su desaparición. Todo comienza frente a los estantes de la biblioteca cuando necesitamos revisar un pasaje o corroborar una cita y descubrimos que ese libro no está. Es un vacío que se parece a la sensación de asomarnos a un abismo. Los ojos examinan rápidamente la sección en que creemos está o en la que lo vimos por última vez. Pero nada. Cerramos los ojos intentando ver el color del lomo, su forma geométrica, la altura y su grosor, incluso repasamos con el dedo índice ciertos volúmenes para buscar en el tacto su textura y repetimos en voz baja el título que no encontramos. Nada de nuevo.

Comenzamos a pensar en dónde pueda estar y exploramos entre los lugares más inusuales del apartamento; en los estantes más bajos o en las esquinas de la biblioteca. Sin darnos cuenta nos encontramos dando vueltas sobre nuestros propios pasos. ¿Qué clima hacía la última vez que lo vimos? ¿Lo habremos reubicado en algún intento de ordenar la biblioteca? Tenemos la esperanza de que ese nuevo orden le haya hecho naufragar en estantes y secciones ajenas a su género narrativo. Quizá esa edición perdida del poema Golpe de dados de Mallarmé, color verde menta, esté junto a Flaubert, Stendhal, Balzac o Maupassant al otro lado de la sala. Lo buscamos allí, extendiendo la mirada con la punta de los dedos y, por tercera vez, nada.

Entre los libros perdidos se encuentran esas ediciones que hemos prestado y olvidado a quién —hay tantas personas con las que perdemos contacto que intentar recuperarlo es inútil—. Un amigo me dijo que uno nunca debía prestar libros, porque se ponen tristes y son ellos los que deciden no volver. Desde ese día solo presto libros a Alina Cor y cuando alguien me pide alguno, me niego y espero a que sea su cumpleaños para regalárselo.

Hay otra subcategoría de libros que no suelen considerarse como perdidos. Se trata de aquellos que no compramos y que durante un tiempo llegamos a sostener entre las manos. Los dejamos pasar, pero al regresar a la librería nos enteramos de que lo han vendido o ya no se consigue, no lo volvieron a imprimir o la editorial dejó de existir. Esas ausencias duelen en el alma, porque son irrecuperables e intransferibles. Cada cierto tiempo preguntamos por esas ediciones cuando entramos a las librerías de otras ciudades, pero salvo algunas falsas esperanzas que duran pocos segundos la respuesta suele ser la misma: no existe. Estas pérdidas se convierten en obsesiones que nos acompañan durante años y en muchas ocasiones esos años son para siempre.

Pienso que ese lugar al que van a parar los libros perdidos debe ser como un país gigante que navega por el mundo, cuyas ciudades tienen la forma de los pasillos de una biblioteca infinita. Calles y montañas en donde se acumulan los libros que la humanidad ha perdido, desde los que perecieron durante el incendio de Alejandría, los que fueron quemados durante los primeros años del Tercer Reich, hasta, por su puesto, aquella edición verde menta de Mallarmé que aún sigo buscando en mi biblioteca.

@arturocharria

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