En respuesta al editorial del 2 de mayo de 2021, titulado “La grieta: reflexiones sobre el paro nacional”.
El país, como el puente, está quebrado. Lo atraviesan al menos cuatro crisis profundas: de salud, económica, política y social. Paradójicamente, hoy, pareciera que la primera, que otrora parecía la peor, fuese la menos grave. Al menos parecemos saber cuál es el remedio, aunque justamente las demoras en el plan nacional de vacunación en parte hayan precipitado las otras tres que padecemos.
Estamos también “quebrados”, en términos económicos coloquiales. Es verdad, como dice el Gobierno, que la reforma tributaria no era un capricho. Simplemente se gasta más de lo que se recauda y esta situación es insostenible (aunque no caería mal, justamente, una reducción del gasto). Esto, aunado a niveles de deuda nunca antes vistos en la historia reciente del país, constituye un coctel explosivo. Acechan, como cuervos, las calificadoras de riesgo, quienes saben que un paso en falso será mortal, potencialmente aumentando los costos de deudas futuras, empeorando la situación fiscal. Pero, de nuevo, son los problemas económicos de siempre, o de casi siempre, que llevamos también décadas o centurias solucionando o tratando de solucionar como país.
Por eso quizá las peores crisis en este momento sean la política y social. Estamos, es imposible negarlo, ante un Gobierno particularmente débil. A veces uno se pregunta, viendo las alocuciones y los programas presidenciales, si esta realidad de a puño no llega paredes (cortinas) adentro de la Casa de Nariño. Durante un momento de gobernabilidad especialmente complicado, el presidente Duque está cada vez más solo y, ahora sin el apoyo de su propio partido, luce más y más frágil.
Podría decirse que el detonante directo de la crisis multidimensional que vivimos ha sido la propuesta de reforma tributaria —aunque se camuflara con otro nombre— que, si bien necesaria y no del todo mala, fue presentada en el peor momento y de la peor manera posibles: sin explicaciones ni pedagogía, en un contexto de enfermedad, desempleo y hambre, que rápidamente desencadenaron en el desespero. Las imágenes terribles, condenables e injustificadas de los policías agrediendo a los manifestantes desarmados y en su mayoría pacíficos son, en una competencia dantesca de círculos infernales, solamente rebasadas por los videos de los policías indefensos, encerrados en un CAI, mientras las llamas los van devorando lentamente, hasta que finalmente salen corriendo despavoridos, casi ahogados, solamente para que algunos innombrables (sería injusto decir manifestantes, quizá criminales, desalmados) los agarren a patadas, como perros, y ni eso. La alcaldesa de Bogotá se quedaba, con razón, sin palabras aquella horrible noche. Quizá sirvan las del poeta César Vallejo en Los heraldos negros, es como si “la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma”.
¿Con qué lo curaremos?, pregunta la canción popular, en este caso convertida en canto desesperado. Con cáscara de huevo, responde, en una macabra coincidencia. La prioridad es, sin duda, parar la violencia demencial, ¿pero cómo lograrlo? Considero que este es uno de esos momentos, puntos de inflexión, cuando la patria debería estar por encima de los partidos. Un momento de coaliciones políticas y unión nacional, donde representantes de diferentes vertientes puedan acercarse para dialogar francamente y concertar una salida a esta crisis. Pactar soluciones concretas e inmediatas, de corredores humanitarios y concesiones transitorias, para salir de la situación que nos atañe. Considero que sería un error, por ejemplo, decretar la conmoción interior y seguir así avivando las llamas.
Pero también es una oportunidad para ponerse de acuerdo, con consensos más amplios, sobre una reforma tributaria más equitativa para un país con una población 42,5 % pobre, donde una persona en tal condición tardaría 11 generaciones en llegar a la clase media. Asimismo, deberían discutirse también la reducción del gasto y la corrupción endémica que nos corroe. Más allá, es el momento de reflexionar y concertar ampliamente sobre el tipo de sociedad que queremos construir a futuro. Para aumentar el recaudo, cierto, pero también para recuperar la confianza en el Gobierno y las instituciones, así como la convivencia entre los ciudadanos. Para reducir la violencia, pero también disminuir la pobreza y la desigualdad en una sociedad enferma, corrupta y desesperada que, sin un nuevo contrato social, seguirá, como el puente, quebrada.
* Economista y analista internacional.