El ministro de Defensa en diversas declaraciones públicas, entre ellas un documento publicado en este mismo diario, si bien hace afirmaciones correctas, todas ellas se diluyen en un preocupante mar de fondo. En efecto, es preciso recordar que un elemento definitorio de la democracia, como lo proclama la Carta Democrática, es “la subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al Estado de derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad”.
El doctor Carlos Holmes Trujillo recuerda la importancia de la fuerza armada. En especial, manifiesta el papel trascendental de la Policía en una organización republicana. Tiene razón. La Policía es el primer eslabón del Estado de derecho. Cuando hace mención de esa noción elemental, pareciera estar dictando clase a ciudadanos desobedientes y anarquistas. No, señor ministro. Cuando hemos manifestado preocupación por diversas violaciones a cargo de la Policía, lo hacemos en defensa de la institución. Varios ministros de Defensa han tomado el tema de la reforma de la Policía con una visión de mejoramiento, progreso y perfeccionamiento.
Por otra parte, el ministro invoca el debido proceso como garantía de todos, entre estos, de los miembros de las fuerzas. Eso no se discute. Pero ante evidencias que los colombianos hemos visto con nuestros ojos, la descalificación ministerial de los reclamos ciudadanos deja un cierto sabor de connivencia.
Y es aquí donde surge la mayor preocupación. Claro que un ministro de Defensa tiene una labor de vocería de los cuerpos armados y de resguardo de su integridad y papel, pero esta tarea debe estar regida por una idea superior que es la de enseñar, controlar, reprimir desviaciones, en fin, llevar a la realidad ese principio de la supremacía del poder civil.
Esa velocidad al neutralizar reclamos que son justos y evidentes es una deformación del papel del ministro civil. Hay un evidente retroceso en lo que se había logrado con paciencia en esta materia. Durante años vimos moldear las instituciones armadas en el difícil camino de la legitimidad. En alguna reunión con militares sentimos orgullo cuando el comandante señaló que el centro de gravedad del papel de las fuerzas armadas era ese, precisamente, la legitimidad.
Un ministro civil de Defensa es una voz de apoyo y salvaguarda de la confianza de sus subalternos. Pero también, y quizás con más firmeza, su autoridad tiene que estar dirigida a evitar desviaciones en un terreno en el que está en juego la solvencia de la democracia. El uso de las armas es a veces heroico. Pero siempre es crucial.
Las reacciones automáticas del ministro en momentos en que todos hemos visto los abusos, en vez de ser un ejercicio de autoridad legítima, tienen visos de un cierto atrincheramiento. Son voces dictadas más bien por la necesidad de lograr el apoyo de las fuerzas en vez de servir de guía limpia para el ejercicio de esa autoridad armada.
Y de allí se desprende la peor aberración. No es aceptable desfigurar la protesta genuina calificándola de “politiquería con la muerte”. Por el contrario, esa búsqueda desaforada de refugio en las filas y la ciega exaltación de los organismos armados para buscar apoyos por la vía espuria del halago es simplemente una mala política. La peor política, señor ministro.