El paro 21N, Petro y Duque

Mauricio Rubio
28 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

Las marchas y cacerolazos, más largos y pacíficos que la revuelta con represión anunciadas, hicieron que Gustavo Petro pelara de nuevo el cobre. Resurgió un aporte de la victoria electoral de Duque: evitar la presidencia de ese siniestro personaje.

Con febriles trinos durante y después del paro, sin tapujos, el líder de la Resistencia desnudó su bestia política, metió miedo y promovió el horror. Hizo exactamente aquello de lo que acusa al Gobierno. Por fortuna otro prolífico Twitter estaba fuera de circulación.

La gran especialidad petrista, aprendida en el M-19, es maquillar sus excesos y justificarlos con intenciones grandiosas, invocar objetivos superiores para enmarcar yerros. Él y sus mentores recurrieron a balas y guerra con menores por la paz, tomaron decisiones monolíticas y autoritarias por la democracia, secuestraron y robaron por la justicia social. Petro reitera que nada tuvo que ver con los crímenes de su grupo guerrillero. Aunque fuera cierto ese oasis, la vocación por las vías de hecho en detrimento de las legales permanece latente así se maquille. El apego a la ley y el respeto por las instituciones se aprenden temprano, durante la adolescencia: no es fácil enderezar desafueros juveniles entusiastas. Sobre todo, si siguen siendo percibidos como sacrificios heroicos.

Cuando en medio de protestas populares multitudinarias y difusas como las del 21N unas masas indignadas le permiten a alguien con “vocación de poder poco usual en la izquierda” vislumbrar una remota posibilidad de subvertir el orden, cae la máscara de político demócrata y aparece el verdadero animal fogoso, incontenible, sin cortapisas. El visionario que se siente moralmente superior, iluminado, visceralmente convencido de su verdadera misión, siempre estará dispuesto a redimir como sea al pueblo oprimido.

Petro supone sin sonrojo que los ríos de gente protestando en distintas ciudades, que “no son borregos, ni se educaron en doctrinas del führer”, son seguidores suyos. Califica de dictatorial el toque de queda de Peñalosa, medida que él mismo tomó en el paro agrario de 2013. Asusta con fascismo, neonazis y pogroms racistas contra venezolanos. Acusa al Gobierno de enviar delincuentes a los barrios, invita a las comunidades de vecinos a autodefenderse para luego pedir calma. Lo fascinan las multitudes que para él son la seguridad contra atropellos oficiales. Las víctimas incluyen niños por quienes pide que el Gobierno no “les tire bombas, los despedace, los acalle cuando protestan contra la violencia feroz”. Para enfrentar tales monstruos evoca a los partisanos italianos que cantaban Bella ciao contra Mussolini. No deja de proclamarse mártir al que quieren apresar, hacerle fraude electoral y silenciar, lo que no le impide hacer show con Juanpis.

En toldas ajenas al petrismo, las críticas a Iván Duque se diluyen. Sin poderlo acusar de asesino, ni siquiera de corrupto, con crecientes indicios de que Uribe no lo controla, ahora afirman que quien lo quiere tumbar es su titiritero. Ignorando la tradición de gobernantes ineptos, le reprochan no reconocer sus limitaciones para el cargo. Petro y sus desprestigiados colegas congresistas podrían emprender reformas para paliar el descontento, pero se lavan las manos como si el único poder fuera el ejecutivo. Locuaces opositores que viven del erario ni se preguntan quién pagará los platos rotos del cese de actividades. Leí una recomendación sensata para Duque: aprovechar la ocasión para, efectivamente, alejarse de Uribe.

Evaluar el impacto del 21N requiere cierta perspectiva para hacer explícito lo que “pudo haber sido y no fue”. Paralelamente, calificar la administración Duque exige referirse a la alternativa de gobierno que evitó. Cuando alguien se cura de un cáncer, que la convalecencia la pase en una paradisíaca isla del Pacífico o en la casa de la suegra es absolutamente irrelevante: por meses, años, lo que realmente importa es haber superado una enfermedad terrible, dolorosa y tal vez letal.

Con esa lógica del desastre evitado, es injusto vilipendiar e irrespetar a alguien cuya elección impidió que un iluminado con ínfulas de prócer bolivariano realizara su eterno sueño de dirigir a su antojo los destinos del país. Su impaciencia redentora le está pasando factura: no es gratuita la derrota electoral en las regionales pasadas del incendiario líder, cada vez más ignorado por la élite intelectual que irresponsablemente endosó su demagogia y mitomanía de encarnizado antiuribista y charlatán económico.

El formateo mental de Duque, reforzado en la burocracia internacional, le impedirá desafiar descaradamente la ley como varios de sus antecesores, el mismo Petro o cualquier caudillo del vecindario. A mediano plazo, lo que haga o deje de hacer es menos importante que haber eludido la catástrofe petrista. En un continente convulsionado no es despreciable la tranquilidad de un gobierno que respetará el veredicto de las urnas y entregará el poder. Después vendrán tiempos mejores, o peores. Ojalá sin mesías enardecidos por derrotas electorales ni patriarcas otoñales aversos al retiro.

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