En buena hora vuelven las marchas, suspendidas desde de finales de 2019, cuando sacudieron con poderosas razones a Colombia (¡y al mundo!). Demasiado tiempo. Si los aviones y los buses urbanos van al tope con la bendición del Gobierno y el discreto silencio de minsalud, ¿por qué sería peligrosa una marcha?
Volvieron los indígenas a tumbar estatuas de etnocidas ilustres y volvió una polémica que ya estaba resuelta. Las estatuas de los conquistadores deben: a) reubicarse en museos, b) dejarlas en su larga quietud pero resignificarlas, teñir de rojo sangre sus espadas y sus cruces y poner en los pedestales las placas infames que se merecen.
Y volvieron nuestros amarillistas noticieros a privilegiar las imágenes de vandalismo sobre lo significativo: millones de personas expresaron pacíficamente su rechazo a una reforma tributaria que todo el mundo, incluido su autor intelectual, Álvaro Uribe, considera regresiva y fatal.
Nadie ignora que la línea gruesa de la reforma fue dictada por Uribe y que los detalles los precisó el minhacienda Carrasquilla; ambos bailando al son de la batuta de Sarmiento, claro, y desoyendo las recomendaciones de los gremios y los partidos e incluso las observaciones de la comisión internacional de expertos que el Gobierno contrató. Ahora Uribe critica con vehemencia la reforma de Uribe y Duque llora sobre la leche derramada y llama a un diálogo nacional que será una continuación del curioso contrapunto del dúo Duque y Macías, el engendro que nació la borrascosa tarde del 7 de agosto de 2018. En el mejor de los casos, todo terminará en un maquillaje populista que dejará intacto el corazón del engendro: un paquete de medidas que golpea nuevamente a los más vulnerables (digamos el 90 % de la población) y mantiene intactas las gabelas del gran capital.
Nadie niega que la situación fiscal es crítica y que el país enfrenta desafíos inéditos en muchos frentes, sí, pero ¿era necesario orquestar la presentación de la reforma con la fanfarria de derroches faraónicos y prebendas suntuarias y el sainete de los huevos y los servicios funerarios?
Hay muchas fuentes de recursos que los gobiernos no tocan. Podrían desmontar las exenciones tributarias aberrantes; vender ISA, $15 billones (pero venderla en serio, no cambiándola de bolsillo); vender el 10 % de Ecopetrol, otros $15 billones; vender bien las propiedades confiscadas a los narcos ($40 billones mal contados) en vez de feriarlas a huevo entre los testaferros de los barones políticos; rescatar los $18 billones de impuestos que producirían los $300 billones que veranean en paraísos fiscales; renegociar el altísimo costo que suponen las intermediaciones de los bancos y las EPS con los dineros del Estado. ¿Será mucho pedir que el Gobierno atenúe la hemorragia de los $40 o $50 billones anuales de la corrupción? Sí, es mucho pedir. Esos dineros sí son sagrados.
Hace mucho tiempo que Colombia es una bomba de tiempo. No ha explotado en toda su potencia gracias a las revoluciones de los últimos 50 años, que han atomizado el poder, redistribuido un poco la riqueza y aliviado la presión social: las revoluciones guerrilleras, paracas y narcas y una que ha pasado de agache, la revolución de los contratistas. Pero la pandemia es un catalizador que multiplicó por mil la presión de la caldera. Para rematar, el líder número uno del país es un pirómano delirante y el número dos es una bomba él mismo.
Nota. Que alguien me explique por qué tenemos tantos millones de mestizos a los que les duele más la caída de la estatua de un conquistador que el asesinato de los indígenas. Escuchen, al respecto, la lección que un líder misak le asestó al hijodalgo Néstor Morales en Blu Radio.