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El persuasivo mundo de los eslóganes de coctel

Catalina Uribe Rincón
25 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

La comunicación política de Donald Trump se nutre de una sucesión inconexa de eslóganes. Llama al coronavirus “el virus chino” y les pone apodos a sus opositores. Desde que empezó a pensar en Joe Biden como su posible contrincante electoral, por ejemplo, lo llama “Joe el dormilón”. Pero lo más preocupante no es Trump ni sus insultos de colegio, sino el hecho de que estos insultos calen en una amplia parte de la audiencia. Ver a miles y miles de seguidores repitiendo que en EE. UU. “hay más casos de COVID-19 porque hay más tests” es entre humoroso y asustador.

Pero aún más delirante es el hecho de que la derecha colombiana haya decidido que Trump es su modelo a seguir. No deja de llamar la atención ver, por ejemplo, a María Fernanda Cabal retuiteando lo que pone el presidente estadounidense. ¿Sabrá ella que para Trump todos nosotros hacemos parte de la misma masa de países a los que él llama México (como si fuera un insulto) de donde, además, vienen todos los “violadores y terroristas”? Quizá sí, quizá no le importe. De cualquier forma, Trump es atractivo para nuestra derecha porque los eslóganes son algo en lo que ellos se mueven muy bien. En Colombia hemos pasado por la simpleza reiterativa de “la paz sí, pero no así” y “el castrochavismo de Santos” a “la ideología de género” y “el rayo homosexualizador”.

Aunque hay que abonarle al uribismo la creatividad de varios de sus eslóganes, el más reciente viene “Made in the USA”. Al parecer, la derecha colombiana, muy pese al “estudien, vagos”, se ha montado al tren del antiintelectualismo de la derecha estadounidense. Ya he empezado a oír en algunas discusiones cosas del estilo de “las universidades de izquierda”, “las universidades no son lo que eran antes”, “antes había más libertad de pensamiento en las universidades de lo que hay hoy”. Comentarios sueltos, como si nada. Como si de verdad no nos costara tener en el poder a funcionarios sin suficiente educación profesional ni humanística.

Igual, los eslóganes son pegajosos y resuenan, sobre todo, porque enuncian juicios simples a problemas complejos. La estructura de estos pequeños eslóganes consiste en coger una verdad a medias, sacarla de contexto, enroscarla en una emoción y repetirla hasta el cansancio. El caso del antiintelectualismo es un ejemplo. Cogen el lenguaje árido de los académicos o provocativo de los intelectuales, lo enroscan en la condescendencia de los unos y la arrogancia de lo otros y usan ese fastidio, que ya existe, para cultivar un rechazo a las universidades en general. Y de ahí, mágicamente, la necesidad de “refundarlas”. O aún peor, por qué no, eliminarlas.

Pero a punta de voluntad los problemas complejos no serán simples. Así como el coronavirus no se va a desaparecer porque lo neguemos, los problemas que las universidades plantean no se solucionarán cancelando las instituciones. Matar al mensajero no eliminará el mensaje. Y aunque pensar las complejidades políticas en eslóganes puede ser tranquilizador, además de útil para la reunión de coctel, no por eso es más esclarecedor que las credenciales de papelería.

 

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