El poder de las palabras

Piedad Bonnett
22 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Los escritores creemos en el poder de las palabras. De otro modo no nos dedicaríamos a este oficio, que requiere tenacidad y paciencia, y que nos aboca muchas veces a la incomprensión o al fracaso. Las palabras pueden ser usadas para sanar o crear, pero también para amenazar, destruir honras, lesionar al otro, un fenómeno que estamos viendo crecer aceleradamente en estas épocas de ciberconexión extrema. Esta semana toda la prensa se ocupó de examinar el fenómeno, y de señalar no sólo la ligereza con la que dentro del mundo político colombiano se usan expresiones como “paraco”, “facho”, “sicario”, “guerrillero” o “ladrón”, sino cómo la muerte de algunos líderes sociales puede estar relacionada con falsas sindicaciones que les hicieron previamente en las redes sociales.

En un país del que no logramos desterrar el odio y la muerte, a la palabra injuriosa, estigmatizadora o que encierra calumnia es importante contraponer el lenguaje creativo, que movilice ideas nuevas y promueva el diálogo, que eluda el lugar común y la expresión cansada, que despierte la sensibilidad y la empatía por el otro. Todas esas funciones las tiene y las ha tenido siempre la literatura, y por eso resulta tan importante un extraordinario fenómeno: el de la proliferación de ferias del libro, y no sólo en las ciudades más populosas, sino también en otras más pequeñas.

La semana pasada terminó la Fiesta del Libro de Medellín, y lo que allí se vio en esos diez días fue cómo un público numerosísimo colmaba los salones donde se dieron las charlas y los talleres, o recorría las bellas instalaciones del Jardín Botánico, donde se ubican en carpas las editoriales y los libreros. Y no crean que sólo para curiosear: había filas inmensas de gente de todas las edades —pero sobre todo jóvenes— con los libros de sus autores preferidos, esperando pacientemente para la firma. Los salones de conferencias estaban repletos, ya fuera para oír a un novelista, o una charla sobre el cambio climático, el rumbo de la ilustración o el futuro político de Colombia. Una verdadera fiesta, llena de curiosidad y entusiasmo.

Lo interesante es que lo que sucede en la Filbo —la feria pionera, que comenzó en abril de 1988—, o en Medellín, o en Cali —donde no hay una sino dos—, se está replicando en otras ciudades de Colombia, con gran éxito: en Bucaramanga, que hace una feria estupenda desde 2003 —como una iniciativa de la Universidad Autónoma—, en Manizales, en Cúcuta, en Pereira, en Montería y en Barranquilla, las más recientes. También hay ferias, aunque más pequeñas, en Tunja, en Pasto, en Popayán. Algunas de estas ciudades no tienen todavía un público lector muy numeroso, pero estoy segura de que, a fuerza de tesón y persistencia, si la organización es buena y el nivel de los invitados alto, como me consta en casi todos estos casos, las ferias irán, poco a poco, logrando un cambio cultural ciudadano. Y ese cambio —que parte de conquistar más y más lectores— consiste en fomentar una mirada más amplia y empática, un pensamiento crítico, dispuesto a cuestionar el statu quo, y una actitud que eluda maniqueísmos y fundamentalismos. Algo que se necesita cuando una sociedad llega al extremo, como esta, de destruir al que piensa distinto.

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