El poeta persa

Julio César Londoño
08 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

El mundo celebra 970 años del nacimiento de Omar Khayyam, un cortesano persa adicto al vino, astrónomo de ocasión, hereje sutil (a lo Ciorán, digamos) y autor de dos volúmenes de matemáticas: uno muy riguroso, dedicado al álgebra, y otro más suelto, que se ocupa de la geometría euclidiana.

Miento. El mundo no ha celebrado nada. Occidente ya lo olvidó y el mundo islámico nunca le ha perdonado su alcoholismo, su sensualidad, sus herejías. Harold Lamb cuenta que no vio en todo Irán una sola copia de los poemas de Khayyam.

“Si ha sido el Hacedor el que creó los seres / ¿Por qué tan prontamente tiene que destruirlos? / Si imperfectos y feos ¿quién tiene la culpa? / Y si bellos y buenos ¿para qué aniquilarlos?”.

“Bebo vino como las raíces del sauz la clara linfa del torrente. / ‘No hay más dios que Alá’, dices. ‘Solo él lo sabe todo’. / Entonces, al crearme no ignoraba que tendría que beber. / Si lo ignoró, no era tan sabio como dices”.

“Nada me interesa ya, levántate y dame vino. / Esta noche tu boca es la más bella flor del universo. / ¡Vino, vino rosado como tus mejillas! / Y que mis remordimientos sean tan leves como tus rizos”.

Dije que era un astrónomo de ocasión. Miento. Los hombres de negocios del mundo árabe aún se rigen por el calendario de Khayyam, que contiene precisiones importantes sobre el calendario gregoriano. Era un astrónomo preciso y serio: cinco siglos antes de que Kepler hiciera horóscopos, ya descreía de la astrología fiduciaria.

Cuando aceptó el cargo de astrónomo, se le fijó una pensión anual de mil dinares (un camello costaba entonces cinco dinares, explica Lamb) y Khayyam honró así al sultán: “Prometo estudiar los cielos hasta que la vejez cierre mis ojos, te llevaré siempre en mi corazón y pondré tu nombre a una estrella”. Hoy, un cráter lunar y un planeta menor (el 3095) llevan el nombre del poeta.

Nunca se tomó muy en serio nada porque sabía que las opiniones son volubles. “A veces, el creyente duda y el ateo implora”. Así se entiende que haya invocado la ayuda de Alá en un pasaje intrincado de su Álgebra. Como los dioses aman a los ateos buenos, Alá lo ayudó a encontrar soluciones analíticas para las ecuaciones de 1º y 2º grado, y soluciones gráficas para las de 3º, pero no pudo ayudarlo a encontrar la fórmula general de la ecuación de 5º grado (los dioses respetan los secretos de los números).

Como todos, fracasó al tratar de reducir a teorema el 5º postulado de Euclides, pero mejoró los estudios de Apolonio sobre las cónicas e inventó un compás para trazar mandalas.

Se cree que era descendiente de árabes porque el patronímico de Al-Khayyam (“el fabricante de carpas”) es desconocido en el mundo persa. Fue aficionado al ajedrez, que entendió como una metáfora de la guerra. En el tablero vio un símbolo de la vida, “de negras noches y de blancos días”.

En el islam de la época, afirma el venezolano Gustavo Pereira en El peor de los oficios, la profesión del poeta y la del filósofo se confundían. Entonces Khayyam fue un filósofo ebrio, irónico, lúcido, fatal, concupiscente, bohemio, musical, preciso. Si se me permite un oxímoron anacrónico, diré que Khayyam fue un existencialista casi feliz.

Como todos los grandes, fue soberbio al principio y humilde al final.

“Tuve maestros eminentes y me vanaglorié de mis triunfos. / Al recordar lo sabio que era / pienso en el agua que toma la forma del vaso / o en el humo que disipa el viento”.

Murió en el año 1123. Sus cuartetas, o Rubaiyat, tienen la concisión de un aforismo, la gracia de las canciones, el cinismo de los modernos y la amoralidad de los clásicos.

 

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