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El populismo asesino

Juan Manuel Ospina
16 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Democracias debilitadas, desconectadas y sin capacidad de responderle a la ciudadanía, deslegitimadas por su mismo desgaste, están amenazadas hoy no por revoluciones que las harían volar en mil pedazos, sino por otro virus: el populismo. Este invade la sociedad, destruyéndola desde adentro, hasta producirle la muerte de manera lenta al perturbar mortalmente su funcionamiento democrático. Populismo originado tanto desde la derecha como desde la izquierda del espectro político – ideológico. Su contagio puede ser a través de nuevas organizaciones montadas por nuevos políticos decididos a sacudirse el desgaste de los viejos partidos. Es el camino imperante en América Latina, de México con López Obrador, pasando por Colombia con Álvaro Uribe y Petro, y Venezuela con el chavismo, hasta Brasil con Bolsonaro.

También son vectores transmisores del virus populista y antidemocrático los políticos con las mismas características de los anteriores que, especialmente en Estados Unidos y Europa, se la juegan al interior de unos partidos tradicionales desgastados y sin capacidad de convocatoria o arrastre que se encuentran urgidos de reencaucharse. Utilizan el discurso contra la democracia, hoy desgastada por la desidia, corrupción y pérdida del compromiso de esos partidos, como ocurre con los Republicanos con Trump, los conservadores ingleses con el Brexit y Johnson, los franceses Gaullistas con el Frente Nacional de Le Pen y los socialistas con los Insumisos, el PSOE y Poder en España.

Estos dirigentes, generalmente nuevos y ambiciosos denuncian un pasado con el cual no se identifican, pleno de corrupción, oportunismo y abandono de sus bases electorales que además se sienten explotadas políticamente al comprender que su partido ha estado y está al servicio de otros y no de sus militantes. Desilusión y rabia que llega hasta incluir la política en general y la democracia en especial.

El discurso de estos líderes, muchos de ellos con alma y talante de caudillos, no nace de una convicción ideológica, aunque se presente con ese empaque. Responde a una actitud personal, narcisista hasta las cachas, de dirigentes que se hablan permanentemente al oído para autoelogiarse. Con esa actitud y comportamiento llegan al extremo de irrespetar el conocimiento y la ciencia como ocurre con Trump y el COVID-19; a las instituciones como Maduro en Venezuela; a la realidad fáctica como Petro en Colombia o un Bolsonaro despreciativo con todo lo que no les haga eco a sus caprichos.

En el fondo, todos comparten la apreciación que tienen de los ciudadanos, a quienes ven como unos menores de edad – y los tratan como tales -, que requieren de un líder o padre iluminado que los aleje del mal/peligro y los conduzca por la ruta que ellos les señalan. Lo grave es que muchos les creen a pie juntillas y los siguen ciegamente, infantilizados y obnubilados por la figura del padre protector que los exonera de la responsabilidad de decidir.

Para rematar el cuadro de patología social, estos líderes no exaltan valores, sentimientos y actitudes que ennoblezcan y ayuden a ricos y pobres a crecer en humanidad, en libertad personal, en responsabilidad ciudadana y por consiguiente social. En cambio, impulsan en ellos sentimientos y actitudes autodestructivos con su saldo de vacíos sociales y personales. La pandemia ha ayudado a desenmascararlos, pero ese es apenas el primer paso; la tarea apenas comienza y crecen sin cesar las amenazas de este virus letal para la sociedad.

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