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El predicador de lo simple

Hugo Sabogal
13 de noviembre de 2011 - 01:00 a. m.

Nicolás Pacheco habla de manera sencilla sobre el vino.

Como muchos enólogos dedicados al oficio de capacitar y comunicar las virtudes del vino y de las marcas que representan, el chileno Nicolás Pacheco, de Viña San Pedro, reparte su tiempo con sommeliers, meseros, vendedores y aficionados. Pero a diferencia de la mayoría de sus colegas, evita usar un léxico especializado y todo lo reduce a frases cortas y coloridas, que logran enganchar a cualquier audiencia.

Además de hablar del vino de manera directa y relajada, también lleva su estilo a la indumentaria. Se viste y luce como cualquier jovenzuelo urbano, con barba incipiente, un sencillo suéter, un blue jean y un par de tenis de colores negro y blanco. Sin más rodeos, es la antítesis de muchos técnicos visitantes, que pecan de formales, distantes y fríos.

“Si queremos entusiasmar a los jóvenes y capacitar a todos aquellos trabajadores del sector gastronómico —que, de por sí, poseen una escasa formación—, debemos hablarles de manera atractiva y sencilla, e invitarlos a entrar en el mundo del vino por la puerta de la simplicidad”. Después de inducirlos y atraparlos, dice, cada cual buscará conocimientos más complejos al ritmo de su propio interés. Sin duda, el lenguaje y las metáforas de Pacheco no son improvisadas. Graduado en agronomía y especializado en enología, este joven chileno es, además, un investigador incansable, que puede hablar con propiedad y alto grado de tecnicismo de los compuestos fenólicos de las maderas a lo largo de todas las estaciones del año. Sin embargo, su arsenal de juicios científicos jamás lo dispara contra el resto de los humanos. Lo utiliza exclusivamente para sus disertaciones de posgrado, en los claustros de la Universidad de Chile.

Entonces, ¿cómo habla Pacheco del vino?

“Si bien la bebida tiene pasado, presente y futuro, nunca se le debe ver como un metal precioso inalcanzable ni como un tesoro reservado para pocos. El vino es una bebida terrenal que alegra y da placer. Y ya está”. Cada uno de sus talleres empieza por subrayar que el vino —un sencillo jugo de uva fermentado— es, ante todo, un alimento, porque entrega nutrientes a la dieta humana. Los tintos se fermentan conjuntamente con pieles y semillas; los blancos se elaboran a partir de la fermentación del jugo. Nada más. Luego hace un breve resumen de aquellos compuestos característicos del vino, como los taninos y los antocianos. “Los taninos están presentes en todo el reino vegetal y cumplen la función de defender a las plantas de bacterias y hongos. En boca se presentan como táctiles y algo amargos. Los antocianos son responsables del color y también aparecen en frutos y flores”.

Posteriormente describe otros tipos de vinos: rosados, espumosos, dulces y licorosos, empleando el mismo lenguaje.

Para introducir el concepto de las variedades, las describe como gruesas y delgadas. Las gruesas, en el caso de las tintas, van de mayor a menor: Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Syrah, Malbec y Carménère. Y las variedades ligeras son Pinot Noir y Merlot. En el caso de los blancos, van del Chardonnay al Sauvignon Blanc. Y punto.

En seguida pasa a los estilos: jóvenes o ligeros y más complejos. Los jóvenes dan una sensación de fruta fresca; los complejos, al ser más concentrados y al someterlos a un paso adicional por barricas de roble, adquieren sabores adicionales.

Su única advertencia está orientada a acabar con el mito de que un vino es peor o mejor por el precio. “Los vinos de bajo costo valen menos, no por malos, sino porque tienen menores costos de producción, porque provienen de vides plantadas para dar mayores volúmenes. Y a mayor volumen, menor precio. Los caros, en cambio, salen de racimos de baja producción, reciben un trato personalizado, se guardan por un tiempo en costosas barricas de roble y tardan tiempo en salir al mercado. Por eso, valen más.

También combate el prejuicio de comparar un vino joven con uno complejo. “Las comparaciones deben hacerse entre iguales”.

En general, sus presentaciones duran diez minutos. Lo que ocurre después es que este manejo directo y familiar genera en el público preguntas espontáneas más específicas, que Pacheco despacha con igual sencillez.

“Mi idea no es lanzar una avalancha de información que entre por un oído y salga por el otro, sino asegurar que algo quede”.

Y recalca que el vino —especialmente en países no productores— es un gusto adquirido, no traspasado genéticamente. Hay que educar el paladar gradualmente y sin temores. “Porque tras el deleite viene un mayor conocimiento y una experimentación sin límites”.

Viña San Pedro, según Pacheco

Para introducir a los consumidores y a sus alumnos en las líneas de su bodega (Viña San Pedro), Pacheco utiliza descripciones iniciales muy sencillas para no apabullarlos. El Gato Negro y el Gato Blanco son ligeros, suaves y fáciles de tomar; los 35 Sur pertenecen a un nivel de reserva, pero son de cuerpo moderado; los Castillo de Molina son equilibrados y de cuerpo medio-alto; los 1865 son más densos y complejos, pero no pesados, con una sensación afrutada muy notoria; y el Cabo de Hornos es un vino de mezcla, concentrado y complejo, pero amable en el paladar. A partir de ese preámbulo Pacheco ahonda en la medida en que se lo pidan. Eso sí, ya es consciente de que el anzuelo hizo lo suyo.

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