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El primer rey de la Patagonia

Tomas Eloy Martínez
17 de enero de 2010 - 04:59 a. m.

EL JOVEN DIRECTOR ARGENTINO Lucas Turturro está tratando de completar La Nueva Francia, el mítico filme que Juan Fresán empezó a rodar en la Patagonia antes de exiliarse en 1976.

Fui parte involuntaria de esa aventura y lo que de ella puedo contar acaso permita ver hasta qué punto Fresán retrató a su manera las miserias secretas de un país que no se conocía a sí mismo ni aprendía de sus errores.

Todo empezó una noche de 1971, cuando yo estaba a punto de embarcar hacia París. Fresán era un creador incomparable de diseños gráficos. Yo lo admiraba por su BioAutobiografía de Borges y su versión arquitectónica de Casa tomada, el cuento del novelista argentino Julio Cortázar. Faltaban pocos minutos para el vuelo cuando lo vi irrumpir en el aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires.

Con un tono imperativo que delataba su urgencia se me acercó y dijo: “Te ruego que busques a Ricardo Aronovich en París, lo convenzas de que deje todo lo que está haciendo y filme una entrevista tuya con el rey de la Patagonia. Te dejo estos dólares para que compren película virgen y estos libros para que sepas de qué va la historia”.

Esas fueron todas sus instrucciones. Aronovich era un célebre director de fotografía que secundaba a los mejores realizadores franceses. Creo que en aquella época estaba trabajando con Alain Resnais.

De cómo Aronovich y yo entramos de buen talante en el delirio de Fresán y mediante cuáles argumentos telefónicos descubrimos que ya no había rey sino tan sólo príncipe heredero, son briznas de la historia que se me han perdido por el camino.

Sólo recuerdo el azoramiento con que, ya en el avión leí, en los libros que acababa de recibir, una confusión de intrincadas genealogías según las cuales el primer rey de la Patagonia, Orélie Antoine I, señor de Tounens, era hijo de un molinero que a su vez descendía de un campesino expósito, presunto hijo bastardo de Luis XV. Si el rey Orélie no figuraba en la historia no era porque la historia lo ignorase sino porque él, voluntariamente, se había situado en los márgenes de la realidad.

Y allí estaba el principio. A fines de agosto de 1858, un oscuro procurador de Périgueux —ciudad del sudoeste de Francia, no lejos de Burdeos— había desembarcado en la costa norte de Chile con la intención manifiesta de fundar una monarquía constitucional. Era, claro está, el señor de Tounens. Tenía 33 años. Vestía una levita ceñida a la usanza francesa y una vincha de paño blanco. Cuando una tropa de guerreros mapuches le salió al encuentro, enarboló la bandera verde, azul y blanca que llevaba preparada y desenrolló los pergaminos de la Constitución que instauraba el naciente reino.

No lo desamparó la suerte. Seducidos por el espectáculo de un mariscal inerme, que afrontaba las lanzas con una jerga incomprensible, los guerreros lo llevaron ante el cacique Quilapán, quien lo tomó bajo su protección.

Dos años más tarde, la víspera de Navidad de 1861, Orélie Antoine fue coronado en las tolderías del cacique Levin, el Rey de la Araucanía y la Patagonia. Casi 3.000 indígenas llegaron para aclamarlo. Esa misma noche anunció la guerra. Pidió 12.000 indios armados para sitiar la ciudad de Santiago de Chile. Suponía que el presidente chileno, Manuel Montt, “en su afán por comprar trenes”, se había quedado sin armas para enfrentarlo. De ese error de cálculo iba a nacer su ruina.

El 5 de enero de 1862 lo capturó una patrulla del ejército chileno. A fines de marzo del año siguiente lo sometieron a juicio y lo encerraron en la Casa de Locos de Santiago de Chile. De allí lo rescató el cónsul francés en Valparaíso, quien lo embarcó en un navío de guerra con destino al puerto de Brest, en el noroeste de Francia.

En París creó la Orden Real de la Estrella del Sur y mandó acuñar monedas de un peso y de dos centavos, que revendía a los coleccionistas. Contra todas sus esperanzas, murió en la cama, de gripe, el 19 de septiembre de 1879.

Tres diestros aventureros lo sucedieron a la cabeza del reino. El cuarto no se hacía llamar rey, sino príncipe heredero. Lo tuve ante mis ojos una mañana de la primavera de 1972. Su nombre era Philippe Paul Alexandre Henry Boiry. Ejercía con cierta ostentación el indefinido oficio de “difusor periodístico”.

La sala del trono en la que fuimos recibidos Aronovich y yo era el convencional vestíbulo de una casa que, para escándalo de los ideales monárquicos, servía de sede al Círculo Republicano.

Mientras aguardábamos al príncipe, tuvimos al menos la fortuna de conocer al chambelán e historiador oficial de la corte. Era gordo y bizco. Una faja de raso negro le atormentaba el abdomen. Lo seguía una dama pálida y ojerosa que me saludó con unas gárgaras de risa.

“Soy Serge de Bennigsen, duque de Choele-Choel”, dijo el chambelán con toda seriedad. Tenía las manos frías y sudorosas. “Me complace mucho presentarles a la duquesa Adelaide. Estamos recién casados, por gracia especial de su alteza, el príncipe Philippe”.

En algún reloj dieron las diez. El chambelán abrió las puertas del vestíbulo y nos condujo hacia el príncipe heredero, que aguardaba sentado a la vera de una mesita rodante, entre sellos, papeles de carta, lacres y mapas. En vez del gigante obeso que Aronovich y yo habíamos forjado en la imaginación, hallé a un funcionario manicurado, casi una caricatura de los fígaros de vaudeville, que se desprendía de las palabras con un gestito de náusea.

La entrevista debía durar una hora. Duró dos. Cuando salimos del Círculo Republicano, llovía a cántaros. El señor de Bennigsen nos sugirió en la puerta que nos postuláramos a las baronías del reino que aún estaban vacantes: “Barón de Lanús, marqués de Tierra del Fuego”, bizqueó, insinuante. “Los pliegos del petitorio nobiliario valen 4.000 francos. No están, por supuesto, a disposición de cualquiera, sobre todo desde que el general (Juan) Perón nos envió una carta en la que promete reconocer el legítimo derecho de Su Alteza a reclamar el Reino”.

Nos mostró la carta. Era un texto manuscrito fechado en Madrid. Parecía auténtico.

Un mes más tarde, Fresán salió a filmar en los páramos de Río Negro en el norte de la Patagonia, con indios de cartón pintado que lucían plumas de gallinas y carabineros chilenos que eran niños de las escuelas primarias. Lo que vi me pareció una obra de arte subdesarrollada y, como tal, quedó inconclusa. Alenté la esperanza de que Fresan pudiera completarla un día, pero murió demasiado pronto, en julio de 2004.

Jamás pude conocer el destino de las leguas de celuloide que lo sobrevivieron hasta que el azar me permitió vislumbrarlo cuando acompañé a un amigo al hospicio de Nirgua, no lejos de Caracas, Venezuela, donde su padre navegaba en una benévola demencia. Un viejo corpulento con báculo de plástico tomaba de sus bolsillos un puñado de fotogramas y lo arrojaba al aire como si fuera agua bendita.

Cacé dos estampitas al vuelo. Vi en un súbito fogonazo los desteñidos esqueletos de celuloide de La Nueva Francia, vi los filamentos amarillos de la banda sonora, y con el espanto de quien cae a los vacíos de otro mundo, reconocí en esos fotogramas mi cuerpo entero de hacía 20 años, entrevistando de perfil al príncipe heredero de la Patagonia.

 

* Novelista y periodista argentino.

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