En 1997, cuando se produjeron las masacres de Mapiripán, El Aro, Dabeiba y Riosucio, en Colombia gobernaba Ernesto Samper; fue en ese y en el anterior gobierno, el de César Gaviria, en los que se redactaron las leyes y se llegó a los acuerdos que convirtieron a los narcotraficantes en jefes paramilitares. Paramilitares que, entrenados por las Fuerzas Armadas, asociados a ellas y auspiciados por grandes negocios legales del campo, causaron trescientos mil muertos, desplazaron diez millones de personas y se apropiaron y repartieron tierras y nuevos negocios con la clase dirigente tradicional.
Andrés Pastrana mantuvo el acuerdo con los narcos, paras y terratenientes tradicionales, y permitió tantas masacres y abusos que a él y a sus socios no les incomodó entregar el poder a Álvaro Uribe Vélez. Negociar con narcos y sicarios necesitaba cercanía y era mejor que lo hiciera un hombre salido de las entrañas del crimen. Uribe Vélez nombró ministro a Juan Manuel Santos, un personaje que había estado en los gabinetes de los gobiernos anteriores y que, gracias a sus hipocresías e intrigas terminó siendo el siguiente presidente de Colombia.
Santos era ministro de Defensa cuando, en su alianza con los paramilitares, el Ejército asesinaba muchachos para hacerlos pasar como bajas en combate y mejorar las hojas de vida de generales y soldados que así cobraban recompensas y tenían más días de vacaciones. Santos es tan experto en mentir y engañar que firmó una paz con un pedazo de las guerrillas a sabiendas de que ese acuerdo jamás se cumpliría. Él, al mismo tiempo que negociaba en La Habana, iba presentando al Congreso y firmando leyes que desactivaban aquella paz y concentraban aún más la propiedad de la tierra.
Y así llegamos a Iván Duque, un títere al servicio de esta alianza entre narcos reconvertidos en paras, políticos financiados por las drogas y la corrupción y una clase dirigente tradicional que ya está tan hermanada con los narcotraficantes, que le descubren laboratorios de cocaína en las fincas de recreo que siempre han tenido en las afueras de Bogotá. El Problema no es sólo Uribe, el problema es que cuando los dirigentes corruptos y mediocres de siempre vieron los beneficios que daban la cocaína, el desplazamiento y el lavado de dólares, se sumaron a estos negocios y con ello ayudaron a hacer más sanguinaria la represión y la violencia con la que desde el principio habían manejado nuestros campos.
Ahora esa violencia, que durante décadas asoló a pueblos y veredas, ha llegado a las ciudades, en parte porque estos criminales nunca se sacian de robar y en parte porque en las ciudades están los colombianos que sacaron a plomo de sus ranchos y sus tierras y les parece normal bombardearlos. Nada de lo que pasa hoy en Colombia ocurre por culpa de Uribe, en realidad Uribe es el burladero detrás del que se ocultan los verdaderos culpables y detrás de quién se esconden quienes quieren mantener funcionando este sistema en los próximos años.
Si queremos que la sangría se detenga y si en verdad queremos un país justo, hay que tener presente que han sido todos: Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Santos, Duque y sus consejeros y socios económicos y empresariales quienes han traído a Colombia hasta este momento tan triste y lleno de miserias. Para que en verdad exista un país que se pueda disfrutar y en el cual la opción de futuro no sea marcharse al extranjero, hay que tener conciencia de quienes son los responsables y apartarlos por completo del poder. No es un propósito ni un sueño sencillo, pero es el único sueño que nos dejaron.