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El punto, el aire y la línea

Julio César Londoño
06 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

Los signos de puntuación no se leen en su momento y lugar. El lector pasa tan rápido por encima de ellos que no tiene tiempo para decirse: “Aquí veo un punto seguido, por lo tanto lo que sigue es una nueva frase”; “Esta oración debe ser un inciso porque está entre comas”. No. El ojo pasa volando por encima del punto y de las comas y solo varias palabras después el lector comprende que está leyendo una nueva frase y que esa oración que apenas leyó con el rabillo era un inciso. Entonces tira a toda prisa por encima del hombro un punto y dos comas que caerán, dos renglones atrás, justo al final de la frase y al comienzo y al final del inciso.

Así suceden las cosas entre el ojo, la mano y el papel, como lo comprobarán algún día los neurosemióticos.

Para los aprendices, el signo más complicado es el punto y coma. Es una coma larga o un punto corto, como queráis. Se respira y se entona como un punto pero se interpreta como una coma. Lo utilizamos para unir frases íntimamente relacionadas y para separar enumeraciones complejas; de esas que tienen elementos largos y comas dentro de ellos. Ejemplo: “Proust no dijo nada, pero lo dijo de manera insuperable; Jesús lo dijo todo, pero no publicó nada”.

Si a usted le cuesta trabajo saber dónde va el bendito punto y coma, no lo use. Ponga un punto seguido y ya. Así obró Shakespeare y mire lo bien que le está yendo.

La raya tiene dos usos: sirve para indicar los cambios de voz:

—La tarde —dijo el bardo— caía sin lastimarse.

El segundo uso es mucho más importante: se pone cuando no sabemos qué poner. Es un signo comodín que salva a los escritores de apuros sintácticos (es como el “carajo” de García Márquez o las maldiciones de Bukowski).

Entre los signos espantosos, brilla con luz propia el corchete: “[Einstein] dijo: Dios jugó a los dados con el Diablo la suerte de Job”. Aquí lo grave no es la frivolidad divina, como piensan los ateos; son los escrúpulos del profesor que quiere indicarnos, con ese espantoso andamio, que la palabra “Einstein” no estaba en el original, y que él, honradísimo en minucias, la inserta para la cabal comprensión del pasaje.

Una duda frecuente es esta: ¿cuándo los incisos van entre comas, cuándo entre rayas y cuándo entre paréntesis? La respuesta es sencilla: van entre rayas cuando los pronuncia una voz nueva o cuando conllevan un apuro sintáctico; van entre paréntesis cuando son datos importantes y tontos a la vez: (Barcelona, 1933); y van entre comas cuando son esenciales al contenido y al ritmo de la frase, al punto que no admiten signos tan aparatosos como la raya o el paréntesis. Ejemplo: “Salía a medianoche, con su boquita pintada, a brindar un amor que nunca conoció”.

Nota incisa. Si usted es Antonio Caballero, puede ponerlo todo entre paréntesis y sonará perfecto.

Nota antigua. Los signos de puntuación fueron inventados por Aristófanes de Bizancio en la Biblioteca de Alejandría hacia el año 200 a. C. Cuando preparaba una lectura pública de la Ilíada, el gramático leyó: “Canta oh musa la cólera del pélida Aquiles”. Volvió a leer la frase, la midió con su oreja filológica y puso una marca para recordar que debía hacer una pausa corta después de “canta”, puso otra igual después de “musa”, y dos marcas después de “Aquiles”, donde sintió que iba una pausa más larga. Después inventó un signo para indicar “silencio”, y otro, muy largo, que utilizó para dividir el libro en “cantos”, algo equivalente a nuestros capítulos.

Así nacieron los signos de puntuación, esas partículas mínimas y poderosas que descubrió Aristófanes mientras trataba de medir, a través de los siglos, la respiración de Homero.

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