El que murió en la cruz

Lorenzo Madrigal
26 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.

El nuestro es un país religioso, siempre lo ha sido y el auge de las llamadas iglesias cristianas, término excluyente, lo ha afirmado más aún, si cabe, en esa categoría.

Es, sin embargo, un país jurídicamente laico. La Constitución de la República lo ha ido separando de la influencia determinante de las iglesias en la política del Estado. Estos tiempos de libertad religiosa y de cultos están muy bien, a mi juicio, y permiten que florezca la devoción de cada cual o ninguna, dentro de la mayor autonomía del espíritu. Subsisten deformaciones, la influencia de los púlpitos, aunque ya mermada, o la franca caracterización de movimientos políticos como credo particular, lo que atenta contra la universalidad de lo que es público.

Pero la historia marca a una Nación y las tradiciones ejercen una fuerza imperiosa. Tenemos en todos los pueblos de Colombia iglesias hermosas que se levantaron en el pasado, fábricas de arquitectura que son centro poblacional. Para no hablar de basílicas tipo la Metropolitana de Medellín o la inmensa y apoteósica de Manizales; réplicas góticas como la de Ubaté, en Cundinamarca, Las Lajas, en Nariño, La Ermita de Cali, Lourdes en Bogotá.

La tradición es fuerte y difícil de remover, si alguien quisiera hacerlo. Magnífico que persista, siempre que se respete la libertad individual, sin duda el mejor clima para que se desarrolle una fe, si de ello se trata, no importa si tocada por todas las dudas que incita un más allá, del que nadie regresa y al que temen hasta los papas. Pero también alienta caminar con personas que piensan y esperan lo mismo, sentir el calor espiritual de parroquia, que se ha perdido, sin excluir a nadie, sin obligarlo, sin convertir la creencia en causa política o en un factor electoral determinante, mucho menos en un negocio de diezmos.

Las tradiciones por su aura romántica y evocadora merecen respeto y, entre las que más, el himno nacional, aunque no falta quien quiera mutarlo en esta época de alteración de hechos y costumbres. El himno de Núñez y de Síndici, con una que otra frase alambicada, tiene sabor a patria, a recuerdos y ancestros, a nuestros héroes y no olvida a Jesucristo, personaje profético universal y de nuestras más hondas raíces históricas: “…El que murió en la cruz”, es frase que está al final de una de sus estrofas.

***

Alguna vez me hallé en Praga —tan simple como he sido y ahora suburbano— en tiempos de la Cortina de Hierro, y mientras caminaba por el centro de la ciudad, el París del Este, me distraía mirando buses conducidos por señoras de buena edad; de repente, advertí en la mitad de una larga y desolada pared, por cuya acera andaba, un nicho y dentro del nicho un crucifijo y en la base del crucifijo un ramillete de flores frescas.

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