El rostro de esta época

William Ospina
22 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Ya lo hicieron con Tolstoi y con Proust, ya lo hicieron con Kafka y con Joyce, ya lo hicieron con Chesterton y con Yourcenar, ya lo hicieron con Nabokov y con Borges; ahora la Academia Sueca corre el riesgo de perpetuar esa tradición y de dejar ir a George Steiner sin el Premio Nobel de Literatura.

Steiner lo merece como pocos. Su labor de lingüista y de crítico literario, su interés enciclopédico por todos los temas, su talento verbal, su elocuencia, su trabajo de pontífice, es decir, de hacedor de puentes entre las disciplinas del espíritu, su reflexión sobre el arte de la traducción, su revaloración de tantas grandes obras de la cultura universal, lo justifican.

Nadie ha hecho el recorrido completo, la valoración minuciosa y la enumeración razonada de todos los temas que configuran la idea del magisterio, el sentido de la educación y los ejemplos más destacados en la filosofía, en las artes, en la historia y aún en el mito de las figuras del maestro y del discípulo en las tradiciones de Oriente y de Occidente, como lo hace George Steiner en Lecciones de los maestros.

Nadie ha hecho una revisión tan detallada y perturbadora de los grandes hitos de la cultura occidental, sus prodigios y sus peligros, en las últimas décadas, como George Steiner en ese libro deslumbrante que se llama En el castillo de Barbazul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura.

Steiner le hace a uno visitar más mundos que Verne y que Bradbury. Su rastreo de la obra de un hombre como Needham (quien se proponía hacer una breve reseña de los principales aportes de la China a los conocimientos universales y terminó publicando a lo largo de las décadas esa enciclopedia de 30 tomos que se llama Ciencia y civilización en China) es el equivalente más refinado de la excavación de un continente perdido.

Su reconstrucción de la vida y de las obsesiones de Cecco Angiolieri, enfermo de envidia, al que Marcel Schwob llamaba “el poeta rencoroso”, que quería ser fuego para arrasar el mundo y que murió en la pira, parece un retrato pintado a la vez por Rafaello, por Shakespeare y por Sigmund Freud.

Su libro sobre Heidegger, el gran filósofo de la época, el gran creador de lenguaje y quizás el personaje más misterioso del siglo XX, se asemeja a un retablo sublime en forma de tríptico en el que caben el Paraíso, el Mundo y el Infierno.

Steiner es abigarrado como Neruda y laberíntico como Faulkner, es riguroso como Bertrand Russell y apasionante como Winston Churchill, y menciono a propósito estos dos nombres porque también de Steiner, como de esos británicos, podría decirse que no es un literato. Russell era filósofo y matemático, Churchill era político, pero ambos merecieron y recibieron el premio Nobel de Literatura por la excelencia de su estilo, por su capacidad de usar la lengua con vigor y con fuerza expresiva.

Steiner es una de las pocas luces que le van quedando al mundo de la edad de los grandes intelectuales. Yo me atrevería a afirmar que sin él es muy difícil entender esta época, ver sus raíces y sus posibles derivaciones.

Steiner está plantado en la historia, nutrido de filosofías, es sensible a las grandes revoluciones estéticas, maneja en sus reflexiones los sutiles instrumentos de la filología, del arte universal y de la literatura, y sabe, como pocos escritores, de ciencia y de política. Pero sobre todo sabe mirar el mundo, captar las metamorfosis de las décadas, ver en los decorados de la cotidianidad el peso de los previos acontecimientos históricos y el germen de las edades que vienen.

Es sano el debate sobre si el premio Nobel de literatura debe concederse solo a poetas, cuentistas y novelistas. Me parece advertir que en los últimos tiempos la academia ha decidido reconocer el valor literario de otros géneros, como el periodismo en el caso de Svetlana Aleksievich, como el teatro en el caso de Darío Fo, como la canción popular en el caso de Bob Dylan, y creo que eso es un acierto.

Vivimos una época turbulenta, donde los géneros se hacen porosos y los lenguajes saltan de los libros a las paredes, de las bibliotecas a las pantallas y a los horizontes sonoros de la Babel planetaria, pero mucho antes también las epopeyas eran canciones, las canciones noticias, y los hechos cotidianos el germen de grandes representaciones colectivas.

Si algo se siente hoy en el mundo es que la realidad no va a ser más el tinglado que nos inventaron tras las agonías de la Segunda Guerra Mundial. El desarrollo ha muerto, la democracia envenenada por el dinero hace agua, la destrucción de la naturaleza es un suicidio. Ahora la ciencia se hace fantástica, la tecnología roza la pesadilla, la política se codea con el crimen, la religión se hace filosófica, el pensamiento empieza a respetar a la intuición y a la fantasía.

Es justo entonces que un pensador tan sensible, un filósofo tan histórico, un traductor tan insomne y un ser humano tan elocuente y tan múltiple como George Steiner, que ya ha cumplido los 90 años, no se vaya sin el reconocimiento agradecido de su tiempo.

Pero yo sé bien que el Premio Nobel no sería sino una pequeña parte de ese reconocimiento. La mayor, y la más necesaria, es que los lectores del mundo se asomen a esos libros apasionados y complejos, y también lúcidos y encantadores, en los que George Steiner nos deja ver, como en la superficie de un pozo lleno de estrellas, el rostro de esta época.

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