El sobrino preferido

Pascual Gaviria
08 de abril de 2009 - 04:00 a. m.

LA TÍA ZEITUNI INTENTÓ PONER orden a la maraña de obligaciones familiares que aparecieron durante el primer viaje de Barack Obama a Kenia.

Los tribunales todavía no resolvían la división de la herencia del viejo Barack entre sus tres esposas, sus siete hijos, su hermana mayor y los celos de clanes y hermanos medios. El visitante de 27 años parecía uno más de los tesoros en disputa. Lo halagaban y lo censuraban por el orden de sus encuentros, le entregaban secretos dudosos a cambio de lealtad, le mostraban la senda de las obligaciones primitivas. Obama iba de la mano de su hermana Auma en medio del difícil safari: “… no teníamos más remedio que rendirnos a las numerosas invitaciones de nuestros tíos, sobrinos, primos, primos segundos, que reclamaban nuestra presencia a comer con ellos sin que importara la hora o cuántas otras cenas habíamos atendido antes, si no queríamos ofenderlos”. Entonces, la tía soltó su corta sentencia buscando poner algunos límites: “Si todo el mundo es familia, entonces nadie es familia”.

Obama repetiría la frase en medio de la confusión de historias y saludos durante sus dos semanas en Nairobi. Su padre había convertido su familia en una tribu inexplicable, acogiendo como hijos a los hijos “dudosos” de sus ex esposas, olvidando a medias a sus hijos ciertos, protegiendo a medias a los hermanos de su madre de crianza, velando a medias por los hijos de sus medios hermanos: una paradoja de generosidad y desidia. La frase de la tía Zeituni era un comienzo pero no daba claves suficientes sobre sus obligaciones con la parentela, Obama intentaba ordenar círculos familiares de primer y segundo grado y se dolía de las pocas respuestas: “Era eso lo que me hacía sentir intranquilo, que nadie aquí pudiera decirme lo que mis lazos de sangre exigían o cómo esas exigencias se podían reconciliar con alguna idea aún más profunda de la relación humana”.

La tía Zeituni recibió a Barack en el aeropuerto de Nairobi. Una señora alta de piel morena que sonreía con aire maternal. “Bienvenido a casa  —dijo Zeituni y me besó en ambas mejillas—”. Era una de las mujeres afortunadas del clan Obama. Trabajaba como programadora en una fábrica de cerveza, una mujer orgullosa y alegre que alardeaba de sus dotes de bailarina: “Déjame decirte algo, Barry: si en algún sitio se baila, entonces he estado allí. Pregunta a los que están aquí quién es la campeona de las bailarinas. ¿Y quieres saber quién fue siempre mi pareja ideal? Tu padre”. Parece que Obama la ubicó en el círculo más cercano de sus obligaciones y sus afectos durante esos quince días de torbellinos familiares: “Si Jane o Zeituni enfermasen, si sus empresas cerraran o las despidieran, no percibirían ningún tipo de prestación social. Sólo tenían a la familia y los parientes cercanos. Ahora, me dije a mí mismo, yo era parte de la familia. Tenía responsabilidades”.

Un juez de inmigración en Estados Unidos ha decidido postergar la deportación de la tía Zeituni hasta que se decida de nuevo sobre su petición de asilo político. La antigua bailarina ahora luce bastón. Durante cinco años vivió en una casa sostenida con auxilios públicos en Boston. La fascinante historia familiar de Obama ha dejado ver una de sus encrucijadas. ¿La misma desidia del padre? ¿La misma generosidad? Cualquier opción condena al presidente. Ahora entiendo la definición de sí mismo que encontró Obama durante su primer vuelo rumbo a Kenia: “Un occidental que no se encontraba del todo en casa en Occidente, un africano de camino a una tierra llena de desconocidos”.

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