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El tatarabuelo de la ‘Princesa’

Francisco Gutiérrez Sanín
06 de marzo de 2009 - 04:00 a. m.

POR ALLÁ REFUNDIDA ENTRE NUEStra ración cotidiana de escándalos, encontré hace varios días la siguiente nota:

Princesa, según informes, descendiente de cierto ex presidente colombiano, demandó a la DEA, organismo al cual perteneció después de haber hecho el tránsito por el narco. Un par de semanas después varios medios publicaron, de manera igualmente modesta, una aclaración: Princesa no era el alias de un nieto de Ospina Pérez, como se había barruntado al principio. Identificaba a algo así como una tataranieta de José Vicente Concha. Acaso varios de entre los pocos curiosos que se apercibieron del hecho respiraron con alivio. Ospina, al fin y al cabo, todavía le dice algo a la política colombiana. Concha, en cambio, nada.

Es una lástima, porque a su manera fue un tipo serio. La Princesa me da el pretexto para recordar su figura, en el año en que se cumplen los ochenta años de su muerte. Conservador y católico, prestó a su partido servicios en todos los frentes, destacando por su oratoria acerada. Ocupó la presidencia entre 1914 y 1918.  Su gobierno entregó la educación a los curas y afrontó numerosas dificultades, en parte debido a la Primera Guerra Mundial y a una dura crisis económica. Las medidas de austeridad que tomó dispararon en su contra importantes movimientos sociales, entre otros el del legendario Quintín Lame.

Y sin embargo… Este hombre encarnó una austeridad republicana tan severa y consistente que, vista a la distancia, conmueve. Combatió a los liberales en la plaza y en el campo de batalla, pero se enfureció cuando les quitaron los derechos. Ayudó a tumbar al general Reyes y detestó de su “atmósfera de embustera adulación”. Ya en el poder, no les dio a los liberales una gran participación en el gabinete. Pero en cambio sentó, siguiéndola, una doctrina sobre el comportamiento que tendría que tener el gobierno con la oposición y, sobre todo, con la prensa adversaria: evitar por principio todo gesto amenazante o destemplado, incluso frente a las críticas injustas. Por eso salió de Palacio con adversarios que lo criticaban, pero que respetaban su figura e integridad.

Véase por ejemplo la semblanza que escribió en sus Ensayos críticos ese maravilloso prosista que fue Juan Lozano. Allí narra esta anécdota: alguna vez “el cochero de Palacio se emboca por una calle por donde está temporalmente prohibida la circulación; y el presidente Concha, con voz alterada por la indignación, ordena al cochero que se devuelva y cumpla estrictamente los reglamentos ordinarios de tráfico”. Su último cargo fue embajador en Roma. No gustaba del socialismo y el tumulto, pero en una de sus últimas cartas comentó con rabia que “el remedio (el fascismo) es peor que la enfermedad”. Muchas de sus epístolas están llenas de displicencia por la dictadura como forma de gobierno. “La extrema derecha —observa Lozano— lo miró siempre con un terror que no le han inspirado los grandes conductores liberales”.

Qué sé yo. Se me antoja que, con todos sus límites, esa dignidad y esa pulcritud conscientes de sí mismas, ese autocontrol, esa interiorización profunda y sincera de la norma, tienen todavía mucho que enseñar.

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