El teorema y la idea

Julio César Londoño
07 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Quizá no exista nunca un pueblo más agudo, demente y anómalo que los griegos (me refiero a los griegos clásicos y a los helénicos. Por los anteriores y posteriores no respondo). Eran capaces de seguir modelos tan antagónicos como la democracia y la esclavitud, sacrificar seres humanos, adivinar la existencia del átomo, creer en dioses, calcular el perímetro del planeta, adorar la esfera y los muchachos, anticipar la fecha de los eclipses, inventar la ciencia y despreciar el experimento, una tarea propia de sucios artesanos porque para ellos, como para Leonardo, el conocimiento era un asunto mental.

Para citar solo a dos de los mejores, hablemos de las excentricidades de Pitágoras y Platón.

Pitágoras era un hombre asaz insano. Fue tan esquizoide como para ser matemático y místico a la vez. Afirmaba que uno no debía mear de cara al sol, caminar sobre uñas o cabellos, ni herir el fuego con la espada. De las dietas prefería la vegetariana; de los vegetales, los crudos, y de estos, los más baratos. Reconocía solo tres clases de hombres: los que vienen a pelear, los que vienen a vender y los mejores, que vienen sólo a ver.

Platón era un estilista insuperable. Podía escribir, por ejemplo: “El tiempo es la imagen móvil de la eternidad”. Pero también deliraba. Murió convencido de que el universo estaba compuesto por triángulos rectángulos, que solo los filósofos iban al cielo y que los hombres malos reencarnaban en mujeres (cosa que se puede pensar, pero no decir). De su vida privada solo sabemos que era un aristócrata acomodado, que no usaba telas que mezclaran lino y algodón, que vivía a lo diagonal de Eurípides y que no volvió a sonreír después del suicidio de Sócrates.

Con todo, Pitágoras y Platón hicieron dos descubrimientos cruciales: el teorema y la idea.

Pitágoras vivía obsedido por los números. Allí donde los mortales solo vemos un buen resultado estético, un fallo justo o un cuerpo sano, Pitágoras veía una danza sincrónica de números. La belleza residía en las proporciones de las cosas o en la longitud de las cuerdas. La amistad era una igualdad. La salud, un equilibrio de elementos. La virtud, una armonía fundada sobre el número. La justicia, un cuadrado.

Un día inventó el único procedimiento más o menos confiable del mundo, la demostración matemática, el teorema, y escribió (o dictó): “La esencia de todas las cosas es el número”.

A oídos de Platón, que vivió un siglo después, llegó la fama de Pitágoras, su agudeza matemática, sus audaces afirmaciones sobre una tierra esférica que orbitaba en un engranaje heliocéntrico y tenía habitantes en las antípodas. Admirado, convenció al Estado ateniense de invertir los 100 talentos que costaban los tres volúmenes de Filolao que recogían la obra pitagórica.

Para hacernos una idea de la magnitud de esta suma recordemos que siglo y medio después, cuando Atenas prestó a la Biblioteca de Alejandría el ejemplar único y sagrado de las obras de Esquilo, la Biblioteca tuvo que pagar una fianza de 15 talentos. (Victor Hugo, William Shakespeare, parte I, cap. IV).

Cuando Platón leyó la sentencia de Pitágoras: “La esencia de todas las cosas es el número”, sintió el estremecimiento de la revelación, la inminencia de la verdad última. Era una sentencia hermosa, profunda y ligeramente inexacta, pero la capacidad de abstracción que revelaba le inspiró el hallazgo de una esencia más profunda y universal que el número, la idea. Sí, detrás de todas las cosas estaba el número, pero detrás del número estaba el arquetipo primigenio, la idea. Así nació la escuela más fecunda y vigorosa de la historia del pensamiento, el idealismo.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar