El turista en la era digital

Piedad Bonnett
29 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.

Leo en el libro de un reputado filósofo —de otro modo no lo creería— que existe lo que llaman “síndrome de París”, una perturbación mental que afecta sobre todo a los turistas japoneses. El tal síndrome los haría sufrir de alucinaciones, angustia y descomposición física, como mareos o palpitaciones, síntomas que se desatan al comprobar que la imagen que tenían de París —y me imagino que de cualquier otra gran ciudad turística— no coincide con la de la realidad. La compulsión de tomar fotos de los turistas japoneses, que a menudo es objeto de caricatura, se explicaría, según este escritor, también oriental, como el deseo inconsciente de borrar la realidad contaminada de fealdad que ven y preservar las imágenes “limpias” que tenían en su mente. Todo esto suena un poco a invención, pero nos puede servir para bocetar algunos apuntes sobre las transformaciones del turista contemporáneo, ese que está irritando a los habitantes de ciudades como Venecia o Pisa, que se sienten invadidos y agredidos por las masas invasoras.

Habría que comenzar por decir que el viaje se ha democratizado, y que hoy en día multitud de personas pueden llegar a los destinos que han soñado, algo imposible hace 100 años. Y eso está bien, por supuesto, pero se desvirtúa en el momento en que el viaje se convierte en mera moda, en sueños manipulados por el mercado de consumo, que vende al viajero ingenuo un montón de “lugares comunes” —la Mona Lisa, la Torre Eiffel, la Torre de Londres, la Capilla Sixtina—, o paisajes exóticos visitados en tiempos récord que impiden una mínima asimilación de lo distinto. Cruceros que replican lujos de película para llenar de acción “urbana” los tiempos muertos, y visitas de ocho horas a ciudades que encierran lugares maravillosos que nunca verá ese turista manipulado, que sólo echará un vistazo a catedrales y monumentos porque no hay tiempo para recorrer las calles corrientes y apreciar la vida cotidiana de los lugareños. Y ante ese mundo que se escapa, la fotografía se convierte en instrumento de rescate de la memoria. Como dice Michel Onfray en Teoría del viaje, un libro suyo recientemente traducido al español, “nada hay peor que un diluvio de rastros, una abundancia de fotografías, como no sea la histeria contemporánea y turística que consiste en registrarlo todo con la videocámara a riesgo de reducir la propia presencia en el mundo a la única actividad de filmar”. Un ojo que no ve el presente porque sólo está empeñado en inmortalizar lo que ve. No sólo para atesorar el viaje, sino para mostrar esa otra histeria del mundo digital, donde pareciera que no existimos si no nos ven.

Por otra parte, el mundo digital ha cambiado, como sabemos, las posibilidades de elegir destinos, hoteles, compañías aéreas. Dependemos menos de los intermediarios, pero también estamos más sujetos a engaño, porque las imágenes de lo que se nos vende —un hotelito “boutique”, un lugar campestre— a veces es mera ilusión; y el resultado puede ser perverso: el turista, deseoso de protegerse, opta por lo standard, lo impersonal, renunciando a lo particular y diferenciado. La verdad es, como dice Onfray —aunque resulte algo antipático—, que “el vacío del viajero fabrica la vacuidad del viaje; su riqueza produce su excelencia”.

 

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