A mano alzada

El viacrucis de los Olímpicos

Fernando Barbosa
20 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Luego de mucha reticencia, el gobierno japonés y el Comité Olímpico Internacional tuvieron que aceptar lo inevitable: posponer los Juegos 2020 para una fecha futura. De este proceso los dos salieron mal librados. Fueron tan evidentes las presiones financieras recibidas por ambos que terminaron dilatando la urgente necesidad de proteger no solo a los anfitriones de las justas sino a toda la humanidad. Lo que puede esperarse de ahora en adelante es que se acreciente el malestar de los sectores de la opinión pública japonesa que desde hace tiempo vienen pronunciándose en contra de la realización del evento.

A este manejo desafortunado se suma ahora otra decisión torpe: fijar una nueva fecha para el próximo verano cuando las condiciones del problema son sabidas y reconocidas por todos: mientras no se tenga una cura, una vacuna, el peligro continuará. Y ya se sabe que, para contar con las vacunas, tendremos que esperar año y medio en el mejor de los casos. En otras palabras, si al mundo le va bien, estaremos despertando de la pesadilla a comienzos de 2022. La grandeza que se les demanda a gobiernos y organizaciones en su actuar en casos como este ha quedado maltrecha.

El COVID-19, que ha hecho visibles las vulnerabilidades de los sistemas económicos y políticos del mundo, también ha sacado a flote los extremos evidentes a los que han llegado los Olímpicos y, en general, los deportes. Mirando atrás, parecería ser que el detonante de lo que tenemos ahora fue el éxito económico de los Juegos de 1984. A partir de entonces, más que una sana y estimulante competencia entre deportistas de distintos países, los Juegos se desviaron hacia el espectáculo y su monumental entramado financiero.

Al observar las cifras que se han conocido a raíz de la cancelación de los Juegos de este año en Tokio, refulge una nueva verdad: ya no brillan ni los atletas ni los valores que inspiraron las justas. Estamos encandelillados por unas cantidades de dinero apabullantes que crucifican al hombre. Según lo publicado en la prensa japonesa, lo invertido hasta el 2019 en la preparación del evento alcanza la bochornosa suma de 32 trillones de yenes (tres millones de millones de dólares), algo vergonzoso en este momento en que la epidemia ha dejado a la vista la miseria que prolifera en el mundo entero. Programarlos para el 2021 bajo la premisa de que para entonces todo “estará bajo control” es un argumento que va en contra de una verdad incuestionable: nadie sabe cómo será el “nuevo bajo control”. La perspectiva, por el momento, es que gobierno, organizadores y empresarios tendrán que recorrer un duro viacrucis.

Al observar de nuevo la insólita suma invertida en los Olímpicos, es imposible no preguntarse si, en este mundo tan desigual, no habría mejores usos para tales recursos. La Santa Sede, en esta Semana Santa, ha dado una lección de cordura. Ha logrado que en el vacío de la plaza y la basílica de San Pedro se eleve lo humano por encima de cualquier espectáculo de medios para sugerirnos un camino hacia lo que puede ser lo “nuevo normal”. Sin estruendos, ni marketing, ni cálculo sobre el retorno de la inversión, sin más atractivo que el hombre en su esencia, el papa atrajo una audiencia de más de 200 millones de personas.

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