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El viagra de la mujer

Héctor Abad Faciolince
01 de marzo de 2015 - 02:00 a. m.

Es curioso: lo que para algunos es una virtud, para otros es una enfermedad; lo que para ciertas personas es un placer que debe cultivarse, para otras es un pecado.

Un excesivo deseo sexual puede ser calificado como lujuria —uno de los pecados capitales—, pero también puede ser visto como una bendición: más vale tener ganas que ser inapetente. La ausencia de deseo sexual, digamos en un convento de monjas o en una casa de hombres célibes del Opus Dei, puede ser vista como una gran virtud: la templanza es una de las virtudes cardinales. Para Anatole France, en cambio, “la castidad es la más extraña de todas las aberraciones sexuales”.
 
De ahí, quizá, que la falta de deseo en algunas mujeres, según una reciente moda médica, haya sido vista como una enfermedad específica: HSDD, hypoactive sexual desire disorder (desorden de hipoactividad sexual). Definir qué es o no enfermedad, qué se califica como anormal, es muy complejo. Un médico de la Sabana acaba de asegurar que la homosexualidad es una enfermedad. Para sospechar de estas etiquetas de lo que puede ser catalogado como enfermizo, basta recordar que durante los años en que la esclavitud era legal en Estados Unidos hubo médicos que defendieron la existencia de una terrible enfermedad: la drapetomanía, definida por el psicólogo Samuel Cartwright como una dolencia típica de los negros, que consistía en su enfermiza tendencia a intentar escapar de sus amos. Una locura específica de los esclavos, que debía tratarse con cierta compasión, pero con firmeza.
 
La idea que hay detrás del viagra (una droga para hombres) consiste en que muchos varones, sobre todo a partir de cierta edad, sienten deseo (ganas de tener sexo), pero el aparato físico no les funciona bien para satisfacerlo. El viagra no es un afrodisíaco, en el sentido de que no incrementa el deseo. Lo que mejora es el desempeño del cuerpo, en caso de que haya deseo. La droga análoga propuesta para las mujeres (el flibanserín, que algunos llaman el viagra femenino) no está hecha para mejorar el funcionamiento sexual, sino —supuestamente— para aumentar el deseo de mujeres desganadas. Es como si temores y deseos masculinos y femeninos fueran muy distintos: en los hombres, miedo a que no funcione (a tener ganas y no poder); en las mujeres, temor a no sentir deseo (a poder, pero sin ganas).
 
Detrás de todo esto hay una pregunta que se plantea Emily Nagosky en el NYT: ¿Qué viene antes, el deseo o la excitación sexual? Es decir, ¿hay primero unas ganas amorfas, sin objeto preciso, que de repente se concentran en alguien? O más bien, ¿hay alguien que hace algo para excitarnos y entonces empiezan el deseo y la excitación? Algunos sostienen que la sexualidad masculina se parece más al primer tipo: una excitación espontánea, sin objeto, que se satisface con lo que esté más a mano. Y la femenina al segundo: tú haces algo que me excita. Se discute mucho si esto es cultural o biológico. Hay grupos feministas que afirman que la falta de aprobación por parte de la FDA del Flibanserín —o antes, del Lybrido— obedece al machismo de la cultura norteamericana que no quiere que las mujeres tengan más placer. Otras, en cambio, al ver los efectos colaterales de estas drogas, y la manía de llamar enfermedad a lo que es normal y corriente, lo que notan es una persecución: llaman enfermedad a algo que le pasa a todo el mundo.
 
La explicación, según Daniel Bergner, está en tres factores que producen un bajón en la libido y que combinados crean la tal “enfermedad”: la edad (la menopausia y la andropausia), la monogamia y las drogas antidepresivas. La convivencia por años con la misma pareja, las drogas para mejorar el ánimo y el envejecimiento producen un bajón en el deseo de las mujeres. Y de muchos hombres. Es probable que la virtud de la templanza (contra los excesos de la carne y de la gula) haya sido un invento de ancianos: sin deseo es fácil ser muy puros, y con dispepsia más vale moderar el alcohol y la comida.
 

 

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