El virus del miedo

Columnista invitado EE
04 de abril de 2020 - 10:56 p. m.

Por: Lorenzo Villegas

La mayoría de personas que conozco vivimos al día, es decir, lo que ganamos lo gastamos. Algunos, con el paso de años, logran ahorrar algo y con eso compran el apartamento soñado, la tierra lejana para la finquita o el coche que siempre quisieron, pero hasta ahí, no da para más, es posible incluso, que necesiten amortizar algo de la compra con el tiempo.

Los estratos sociales, método usado en Colombia para sectorizar la población según sus ingresos económicos, no dejan de ser un tema ríspido, que inquieta por lo superfluo, etéreo, por lo improbable y porque, claro está, los estratos se diferencian muy bien en los extremos, pero se mezclan, se difuminan, pierden la línea de separación, en el centro.

Los pobres, pobres, saben a qué atenerse en esta precariedad o en un estado que exija mayor calamidad, conocen el hambre, conviven con ella con o sin cuarentena. Los ricos, ricos, tienen pulmón, músculo para soportar épocas largas de sequía, pero los del centro, los del centro queridos, desde el estrato 2 hasta el 5, vivimos al día, nos comemos lo que hacemos, algunos con un poquitín más de posibilidades de soportar dos meses, tal vez tres más que otros, pero al final de cuentas, todos muy cerca de sucumbir ante el asedio de la escases.

Y ¿saben por qué pasa eso, por qué nos comemos lo que hacemos? Porque en realidad no tenemos ese nivel de vida que dice la cuenta de servicios; es una falacia, es la manera que tiene el sistema de cobrarnos los servicios públicos, el alumbrado callejero, la recolección de basuras y de que nos poden el césped de la avenida o nos señalicen la esquina, a un precio más alto que a otros. Para muchos la pobreza es un estado diferente a la miseria. Se puede ser pobre, pero se elige ser miserable. Aunque parezca increíble, hay muchos más miserables en estratos altos, que pobres en estratos bajos.

No hay tales estratos, a decir verdad. Lo veo y lo siento en este confinamiento. Somos una masa de necesitados, endeudados y empeñados en pagar las cuentas de los próximos diez años. Se percibe un gran temor en las redes sociales: detrás de memes y chistes hay miedo, hay pavor.

Los que trabajan y están en casa temen por el regreso, porque los asusta que al volver tal vez no tengan ese empleo que les deja pagar cinco tarjetas de crédito, la cuota del Mazda CX-30, la administración de la unidad o la universidad privada del hijo, que roza los novecientos mil pesos mensuales. Los que emplean, temen que el combustible no les alcance hasta el último día o que luego de acabar el confinamiento, tal vez un mes después, quizá dos, se rompa el motor y entonces esos IVA atrasados, las declaraciones de renta maquilladas y las demandas de los empleados por despido injustificado, los lleven a la bancarrota.

Los que tienen casas, apartamentos, locales comerciales bajo arriendo se los come el miedo porque no saben cómo van a pagarlos y los dueños de la propiedad raíz están temerosos porque puede ser que se los entreguen y dejen de recibir la renta, con la cual viven y se dan sus idas y vueltas a Miami. Suponen que lo peor es que no habrá a quién arrendarlos, todos quedarán sin recursos o se verán obligados a bajar los precios de alquiler para conseguir ingresos. Nada más duro, lo escuché por ahí, que pasar de rico a pobre.

Todos tenemos miedo, a decir verdad, pero hay miedos de miedos.

Hoy, encerrado en mi casa, observo el mundo desde otra óptica, la de la sana obligatoriedad de alejarme de los demás, lo que me da una panorámica curiosa, interesante, lejano-cercana, de voyerista asiduo, consumado, seguidor de actos en la red, de sensaciones de furia ante opiniones y comentarios, de intolerancia por lo que dice otro, por lo que se expresa que no esté en línea con mi pensamiento.

Otro dato que descubrí es que veo que la distancia social que teníamos, esa que fingíamos compartir, la de: te saludo porque no tengo de otra, esa de: allí viene aquel, veré si puedo cambiarme de acera antes de que me vea, se ha acentuado, pero ya desde la barrera de las pantallas, de los móviles. Nos observamos, nos miramos, nos leemos y nos insultamos en silencio, frente al ordenador. Ahora todos opinamos, desde la casa, sentados ante el tv de 55 pulgadas, mientras de soslayo miramos el teléfono y compartimos mil veces la misma noticia de los barbijos que no sirven y luego otras mil veces una información de que los barbijos sí son útiles.

Somos una masa de miedo, lo descubrimos en medio de este encierro obligado, pero no es que no lo supiéramos, era que lo disimulábamos. Lo evitábamos con ir a la oficina, a la empresa, con ver fútbol, Netflix o salir a comer. Éramos especialistas en evadir el miedo, solo que el virus ya lo teníamos instalado, éramos portadores pasivos, ahora que se ha evidenciado solo queda encararlo y hay que enfrentarlo si aceptamos que nos podemos unir, que podemos exigir mejor salud, mejor educación, mejor alimento, pero sobre todo si aceptamos que somos pobres, pero no miserables.

 

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