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El yoga, otra herramienta de supervivencia en un país sin salud pública

Ignacio Zuleta Ll.
11 de agosto de 2020 - 05:01 a. m.

Hace setenta años la palabra yoga no se había oído mencionar en Occidente aunque el término se venía trajinando por milenios en otras latitudes. Pero hoy, con el confinamiento universal al que obliga la pandemia, este término sánscrito está en alza entre las clases más o menos letradas que oyen de sus beneficios para evitar la enfermedad en cuerpo, mente y alma. Claro está que como todo se vuelve negocio en este sistema de mercados, lo que ha proliferado es el pop yoga, un sancocho algo confuso de fitness y “meditaciones” al estilo nueva era consumista.

Pero el verdadero yoga clásico es más que eso y usualmente muy distinto al producto que ofrecen las modelos contorsionistas enfundadas en sus licras poliestéricas, o los guapos sentados en medio de trigales, meditando sobre… ¿sobre qué rayos meditan? El yoga tradicional es por derecho propio una ciencia del cuerpo y de la mente, una serie de experiencias recogidas a lo largo de siglos, anotadas, experimentadas en el laboratorio de la vida de los que fueron descubriendo con sus búsquedas que somos seres integrales y espirituales. No es menos sabio que el conocimiento invaluable y amenazado de nuestros médicos tradicionales de la Sierra o de la selva. Cuerpo y mente, alma y planeta, no funcionan de manera separada.

La respiración, por ejemplo, es la llave maestra del funcionamiento del complejo mente/emociones. Los hábitos de nutrición y autocuidado con plantas medicinales domésticas, la actitud y un estilo sencillo y natural de vida son los requisitos de la salud del cuerpo. Su meta: conducir al sosiego del espíritu para reconocerse uno con el todo, consigo mismo, el prójimo, el cosmos. ‘Yoga’ significa unión; de allí que religiones como el hinduismo o el budismo hayan ahijado estas antiguas disciplinas para encaminar a los adeptos. Pero el yoga en sí mismo no es una religión cuando dejamos escuetas sus técnicas de trabajo de la columna vertebral, el fortalecimiento de las fascias, la respiración, las limpiezas del organismo, la meditación, la relajación profunda y las normas éticas básicas. No hay necesidad de enredarse con filosofías sin duda muy sabias y profundas, pero ajenas a la cultura de nuestros arquetipos más profundos. No se requiere ingresar a los universos de la metempsicosis, el karma, los mantras sánscritos o cambiar los amenes por los oms para beneficiarse —en el contexto cultural de cada uno— de la eficiencia innegable de las prácticas de un yoga laico y serio.

Para poner un ejemplo, tomemos la respiración. Todo el mundo dice que respira, pero en general lo hacemos de manera incompleta y deficiente. En la escuela no hay una asignatura —que sería esencial— para enseñar a utilizar la plena capacidad de los pulmones, la musculatura de la que dependen y sus beneficios en el comportamiento y la salud. Pero como a veces no hay mal que por bien no venga, la peste con sus amenazas reales de dificultad respiratoria extrema, su exigencia de elevar las defensas y tener un cierto control sobre la ansiedad instintiva del miedo y el encierro, nos ha puesto a pensar en las cosas que podríamos hacer mejor para sobrevivir ante los riesgos. El auge del yoga en estos tiempos ha sido excepcional porque es básico saber cuidarse el cuerpo, ejercitarlo sin gimnasio, relajarlo para que no somatice las tensiones, comer lo que se debe, respirar bien, reconectarse con realidades interiores, retornar a los ciclos naturales y a los alimentos y las plantas medicinales de la huerta. Una herramienta más para tomar en nuestras propias manos la salud, porque dejada en manos de las EPS… ¡buena suerte!

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