Elogios al mecato de peaje

Doña Gula
04 de marzo de 2017 - 04:35 a. m.

Soy completamente impermeable a las discusiones macroeconómicas en las que se debaten encumbrados conceptos con lenguaje especializado. Voy entonces a opinar, con absoluto recato, acerca de aquello que los gurús económicos denominan empleo informal, categoría para mí bastante peatonal, en el más literal sentido de la palabra. Para nadie es un secreto que una de las modalidades de dicha categoría exige que su desempeño se haga gambeteando carros, buses, camiones y motocicletas, entre semáforos, orejas de puentes, glorietas, calles y carreras y todos aquellos sitios urbanos donde el trancón es permanente y la integridad física del jornalero corre peligro de igual manera.

Siempre me ha llamado la atención la conformación social de los grupos de vendedores: hombres, mujeres, ancianos, adultos, jóvenes y niños, quienes muchas veces constituyen una familia completa, otras tantas son paisanos de vereda y, casi siempre, la razón de su riesgoso trabajo es la misma: desplazados por causa del pretérito conflicto. Hoy muchos de ellos llevan más de dos años ubicados en los peajes de algunas de las principales carreteras del país, sobreviviendo con los escasos réditos que obtienen de tan conspicua mercancía. Y esta modalidad de comercio me llama la atención porque, además de colorido y aromático, es sin lugar a dudas una muestra perfecta de la variada gama de sabores de nuestro mecato criollo, ofrecido por auténticos vendedores malabaristas que, como pulpos, sostienen entre sus brazos y dedos bolsas de agua, jugos, gaseosas, panelitas, cocadas, papas fritas, platanitos, almojábanas, bocadillos, maní confitado, soya tostada, obleas, pandequesos, buñuelos, mogollas, rosquitas de sagú, paletas, cremas de choclo y mango biche, cerveza, melcochas, jalea de pata, sapos, barritas de menta, pulpas de tamarindo, rodajas de piña y el etcétera es del tamaño de un doble troque.

Muchas personas se ofuscan cuando al llegar a los peajes son “asaltadas” por estas hordas de inoportunos vendedores. Personalmente, cuando llego a dichos sitios procuro comprar una variada gama de sabores, los cuales, una vez alcanzo mi lugar de destino, reparto entre niños y adultos, quienes al reconocer estas golosinas se les alborota el apetito y elogian la calidad de mi regalo. Estoy convencida de que este fenómeno de peajes con vendedores ambulantes de mecato es una modalidad que sólo se observa en nuestro país, pues en Norteamérica o Europa, los alrededores de un peaje son algo similar a las barreras propias de un campo de concentración. Esperamos que al Congreso actual, tan dado a la emulación de lo que se hace en otras latitudes, no se le ocurra legislar contra aquellos colombianos que se ganan el pan diario al sol y al agua. Afortunadamente, nuestro espíritu latino nos permite tolerar este despelote, el cual a la vez nos ayuda a menguar la hambruna que generan las largas distancias de nuestras tormentosas carreteras. Insisto: ojalá este desorden se mantenga y durante muchos años perdure en todos los peajes, donde estos ejércitos de colombianos sin un empleo formal nos colaboran atinadamente a menguar el hambre de quienes manejamos siempre la barriga llena y el corazón… más o menos sereno.

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