Embajada de guerra

Juan David Ochoa
29 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.

Francisco Santos, el nuevo embajador sin sentido común y sin prudencia en el país de un díscolo, ha dicho sin rasgos de escepticismo y sin temblor que la opción más viable y óptima en el caso Venezuela es una intervención militar. Lo dijo así, con la misma frivolidad insultante con la que sugirió, años atrás, el uso de electrochoques para reprimir estudiantes rebeldes; la misma superficialidad con la que sostuvo su vicepresidencia entre todos los incendios; la misma con la que hizo de su aspiración a la Presidencia una cátedra de disparates. Francisco Santos ha trascendido ahora al panorama internacional para proponer una catástrofe, aunque su corta y limitada capacidad de análisis le permita ver un solo acto entre todos los efectos colaterales de una invasión: la caída de Maduro.

El nuevo embajador, bravo y recio, sintonizado en el mismo tono y retórica de Trump, ignora la tradición desastrosa del intervencionismo norteamericano en la región con sus países aliados y las acciones posteriores al humo y los escombros: el abandono militar y el anarquismo al que fueron condenados los países invadidos, echados a la suerte de los nuevos dictadores que reemplazaron a los anteriores enemigos públicos y promoviendo el renacimiento de la historia con una nueva purga a los traidores.

Francisco Santos no puede percibir más allá del efectismo de un ideal: su delirio ignora que las casas del lado del incendio también suelen ser devoradas por el mismo fuego y absorbidas por los mismos efectos. Su mezquindad rechaza los problemas sociales de la inmigración pero aprueba el detonante de una desbandada de refugiados, y sobre todas las cosas ignora la presencia de Rusia y China en la misma escalada de la retórica militar; una posibilidad que no puede tratarse con la idiotez del reduccionismo y la confianza de creer que un lenguaje militar no puede perderse en trascendencias incontrolables. Todas las guerras tuvieron una atmósfera previa de excesiva confianza en el miedo del otro, y ante el primer disparo no hubo vuelta atrás.

Maduro, perdido y necesitado de un contexto que le permita ajustar y orientar su poder desprestigiado por él mismo, tiene la mejor propuesta ahora por parte de una política militarista de Colombia que ha buscado permanentemente también un enemigo para ubicarse en el espacio-tiempo y justificar sus teorías deshechas. Los dos tienen ahora un discurso de posicionamiento que les ayuda a unificar sus bastiones electorales alrededor del orgullo nacional y del temor; una vieja estrategia política para sobreponerse a los vacíos estructurales de su capacidad de gobierno.

Por ahora, la escalada se sostiene en un envío tradicional de tropas a la frontera para enfilar los dientes y las últimas adquisiciones provenientes cada una de dos bloques internacionales antagónicos: EE. UU.-Israel (viejos custodios y proveedores de Colombia en helicópteros y armas en desuso y reguladores de sus células de mercado) y China-Rusia (promotores y aliados de la vida de un deudor que no puede morirse sin responder). Mientras tanto, el impredecible Trump no toma decisiones aún, pero, al igual que el presumido embajador que llegó para recomendarle carácter y bravura, también desconoce la historia y los estragos de la imprudencia.

 

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