Emergencia climática y generaciones futuras

César Rodríguez Garavito
17 de mayo de 2019 - 06:30 a. m.

Hace poco escribía aquí que el último cuarto de siglo fue la época de la preocupación por el espacio y el olvido del tiempo. El auge de la globalización —ese proyecto de expansión del mercado, la Pax Americana y las instituciones y la ideología (neo)liberales— fue también el de los saberes enfocados en el espacio, desde la geografía hasta la economía política y el derecho internacional. Entre tanto, fueron relegadas a la trastienda disciplinas como la biología y la geología, que entienden fenómenos temporales como la evolución de las especies y la formación del clima.

Hoy el tiempo se nos impone a la fuerza. La llegada temprana del cambio climático —las olas de calor, las inundaciones, los incendios y la extinción de especies en niveles que los científicos habían vaticinado para más tarde— nos recuerda el tiempo precioso que perdimos para conjurar el daño, y el muy poco que nos queda para evitar los escenarios más catastróficos.

Para tomar en serio el tiempo, hay que pensarlo seriamente. Hacerlo implica revisar conceptos arraigados en saberes con déficit de atención a lo temporal. Lo que hacen falta son “ideas llenas de tiempo”, en la bella expresión de la geóloga Marcia Bjornerud.

Pongo dos ejemplos de ideas de este tipo, que están tomando vuelo en el campo del derecho y los derechos humanos. La primera son los derechos de las generaciones futuras. Como escribió el columnista George Monbiot, la Declaración Universal de los Derechos Humanos se queda corta al decir que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Los humanos que la Declaración tiene en mente son las generaciones presentes, porque nada en ella les impide legar un planeta inhabitable a las generaciones futuras. El artículo que hace falta en el derecho internacional diría que “cada generación tiene igual derecho a disfrutar de la riqueza natural”, como sugiere Monbiot.

La otra propuesta llena de tiempo es declarar un estado de emergencia constitucional para atender la urgencia del cambio climático, de la misma forma como se usa esa figura para tomar medidas excepcionales contra crisis económicas o situaciones de guerra. Hoy se sabe que, a menos que respondamos al cambio climático con la misma urgencia y en una escala similar a la de una guerra mundial, el calentamiento del planeta provocará una crisis económica mucho peor que la gran depresión de 1929 y muchas más muertes que las dos grandes guerras mundiales juntas.

Por eso Inglaterra e Irlanda acaban de declarar la emergencia constitucional por los efectos del cambio climático y la pérdida masiva de biodiversidad. Las mismas razones deberían llevar a los Estados a aplicar la figura en América Latina, que es aún más vulnerable a esos efectos.

Son ideas respaldadas por movimientos sociales con un agudo sentido del tiempo: la ola de huelgas estudiantiles por los derechos de las generaciones futuras y la serie de protestas contra la inacción frente al cambio climático liderada por Extinction Rebellion y organizaciones ambientalistas alrededor del mundo. La primera recuerda la importancia de pensar el largo plazo; la segunda, la de actuar en el cortísimo plazo.

Les llegó el tiempo a las propuestas llenas de tiempo.

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