Que Claudia López, que ha manejado la pandemia con mano de hierro, haya propiciado el despiporre en Ciudad Bolívar a la hora de inaugurar el alumbrado navideño muestra qué tan fácil es cruzar la línea de la prudencia que hace verdaderos sabios. A ella, que fue implacable frente al despropósito del primer día sin IVA, podrían haberle dicho en ese entonces, como en el programa de televisión de hace unos años, “también caerás”. Porque son muy pocos los que se libran de conductas imprudentes en medio de la pandemia.
La alcaldesa se disculpó diciendo que “la Navidad es la época más feliz del año. Anoche pudo más la emoción y se formó la aglomeración”. Puso el dedo en la llaga: la carencia de emociones positivas que ha traído el confinamiento unida al clima emotivo de las fiestas decembrinas son la trampa mortal que puede volver a llenar los hospitales y saturar las UCI, como está pasando en Cúcuta. Somos, para bien y para mal, una cultura dada a lo emocional: sentimentales hasta el melodrama, afectuosos sin mucha noción de la distancia física y exaltados defensores de la vida familiar. Tan apasionados, además, en relación con nuestras creencias que, en un país con unos niveles de violencia aterradores, a alguien le pareció que nos definía bien con el lema “Colombia es pasión”. Algo que parece probarse en estos días, cuando las encuestas dicen que la noción de centro a la mayoría le resulta sinónimo de tibieza o falta de convicciones. Es decir, que son los extremos lo único que verdaderamente nos apasiona. Estas características son las que nos diferencian de culturas donde el control de las emociones se enseña desde la niñez y donde la obediencia a la autoridad oficial está completamente asumida, con todo lo de bueno y malo que eso implica. Países donde, como sabemos, la pandemia ha sido muy bien manejada, como Japón, Finlandia, Noruega o Singapur. Un país que en pleno rebrote tiene como pico diario más alto ¡287 contagios!
Ya empieza uno a recibir invitaciones a almuerzos y comidas de celebración, como si las circunstancias hubieran cambiado. Reuniones que muchos aceptan porque “uno se cuida”, pero donde, como me cuenta un amigo que lo vivió, a instancias de la emoción de verse o de los traguitos, a los pocos minutos alguien anuncia “quitémonos esto”. Porque el tapabocas estorba. A los que nos excusamos de ir, a pesar de que no incurramos en odiosos aleccionamientos, nos miran con lástima. Porque nada está más desprestigiado que el miedo o la prudencia. Infortunadamente la indiferencia, esa a la que volvemos después de derramar lágrimas por los estragos de un huracán, la misma que nos permite no estremecernos con la muerte sistemática de líderes sociales, también nos cobija frente a la tragedia de esta pandemia. ¡Ya no nos dicen nada 190 muertos diarios! ¡O 37.000 muertes! ¡Son paisaje! Porque se ha naturalizado el horror no hay que atenerse, pues, sólo al autocuidado, que se está relajando a pasos agigantados. No se trata de caer de nuevo en la represión oficial, sino en no enviar mensajes equívocos que inviten a visitar ferias donde habrá “todos los protocolos de seguridad” y madrugones de descuentos. Porque euforia navideña y racionalidad no suelen ir de la mano.