Emotividad insondable

Jaime Arocha
12 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Es posible que durante el pos-coronavirus los ritos fúnebres de los pueblos étnicos consistan en fuente de conflicto. El dos de mayo, en Quibdó falleció un joven de 25 años. Como parecería que el entierro en solitario es la fórmula para víctimas del virus, los familiares de ese muerto consideraron que él se merecía unas honras multitudinarias, de cuerpo presente, concordantes con la usanza afrochocoana. Noticias Uno mostró cómo le arrebataron el féretro al hospital y se lo llevaron por la ciudad, algo comparable con lo que narra el profesor Weildler Guerra Curvelo a propósito de Andrés González, un indígena wayúu quien se negó a que su hermana fuera a parar “en un cementerio reservado a los muertos no identificados”, defendiendo el valor simbólico y territorial de los camposantos familiares, condición comparable a la del Afropacífico.

El noticiero dejó la idea de unas personas irresponsables, pero lo sucedido quizás deba sopesarse con respecto a una orientación religiosa en la cual quien muere entra al mundo de los antepasados, para desempeñar papeles activos en la existencia de los vivos. De ahí que estos últimos, con todo rigor, deban seguir los pasos requeridos para ese ingreso al firmamento ancestral. El acompañamiento nutrido y solidario debe comenzar desde la agonía y prolongarse hasta la última noche del novenario.

Los llamados chasqueros salen por los ríos a anunciar el fallecimiento y cuatro o seis horas más tarde el puerto se llena de deudos de las comunidades vecinas, quizás miembros de una misma junta mortuoria, aglutinante de cientos de donatarios para futuros entierros. Rezan y cantan juntos, comparten aguardiente, café, tabaco, cuentos de rubieles y patasolas, y una comida ceremonial de animales de monte y de parte de los cerdos que la persona muerta cuidó, luego de que en su nacimiento hubiera recibido una pareja de marranitos.

Ondulando cuerpos y brazos, las cantaoras que ofician el rito a lo largo de la noche señalan la ruta de la partida y destacan el dolor que implica. Tensada por alcohol, cafeína y sueño, esa coreografía del sufrimiento sumerge a los deudos en emotividades insondables, de efectos catárticos. De ahí que a uno un velorio le parta la vida en un antes y un después de la conmoción.

Durante el novenario, el espíritu recoge los pasos de su vida, por lo cual la última noche es la más solemne. Incluye una tumba o regio altar escalonado con flores, mariposas de papel, velas y en el centro un cristo del cual penden velos blancos. Terminada la secuencia de nueve repeticiones de canto-rosario-canto, las mayoritarias van apagando los cirios y cuando queda el último entonan el alabao más conmovedor, despejando un corredor por donde sale el alma. Ya en medio de la oscuridad levantan la tumba, es decir, desbaratan el altar, pero de inmediato arman uno familiar, para la veneración cotidiana, y cada doce meses tendrá lugar la ceremonia de cabo de año.

Es significativo el contraste con velorios burocratizados que terminan a las 8 de la noche, pero que quizás sean más compatibles con los del Covid-19 y sus dos acompañantes. El culto a los antepasados de la liturgia afropacífica consiste en la narración mitológica que para Huval Harari cementa la identidad de pueblos y naciones. Ya dos casos muestran que objetarla provoca reacciones airadas. Ojalá la respuesta oficial no se limite a multa y cárcel, sino que explore alternativas respetuosas con las tradiciones étnicas.

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