En búsqueda de psicoanalista

Pablo Felipe Robledo
23 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

Lo que empieza mal termina pésimo. La Ley de Financiamiento, mistura entre gabelas y aumento de impuestos, se ha convertido en un desatino del gobierno Duque, por problemas que van desde la designación del ministro de Hacienda hasta la crónica de una muerte anunciada en que se convirtió su hundimiento.

Duque prometió no hacer reformas tributarias. Por eso la llamó “Ley de Financiamiento”. Con ello, este Gobierno pensó, y eso lo hace muy a menudo, que somos “imbéciles”, por citar una palabra que tanto le gusta a Carrasquilla.

Duque designó como ministro de Hacienda a Carrasquilla, enredado en algo que, más allá de si fue legal o ilegal, lo cierto es que condenó a decenas de municipios pobres a endeudamientos costosos con los bonos de agua, en donde los únicos que ganaron fueron él y sus empresas.

El ministro Carrasquilla, en el desprestigio y sin legitimidad, pretendió tramitar una reforma con la “genial” idea de introducir el IVA para todos los productos de la canasta familiar y recaudar algunos billones. La idea era tan difícil de asimilar en un país tan desigual como el nuestro que hasta su jefe, el senador Uribe, saltó del barco. Carrasquilla salió con la excusa de que esa era una idea personal y no del Gobierno, como si fuéramos “imbéciles”.

Entre el desprestigio y este alboroto del IVA, ambos imputables a Carrasquilla, la reforma perdió margen y, en el afán por aprobarla con el tiempo al cuello, las mayorías la tramitaron a las patadas y a punta de jugaditas que terminaron mal.

La Corte salió en defensa de la Constitución y tumbó la ley en un acto de carácter, al no sucumbir ante algunos poderes políticos y económicos que un día y con la misma “seriedad” predican la legalidad e independencia de poderes, y al otro día, lo contrario. La Corte mandó el mensaje de que no está para hacer favores sino para hacer respetar reglas de juego vitales para la democracia, como las relativas a la aprobación de las leyes, garantía de las minorías y no de quienes ostentan el poder para atropellarlas.

Caída la ley, el ministro Carrasquilla, en un acto de soberbia, rutinaria en él, en vez de asumir la responsabilidad por la terquedad de haber tramitado una reforma que sabíamos se hundiría, no renunció. Salió con la provocadora tesis de que mientras la Corte no le diga imbécil, no hay razón para renunciar y que su mea culpa es terreno ajeno a la responsabilidad política, en donde solo pueden intervenir él y su psicoanalista.

Ya veremos en qué terminan estas soberbias. ¿Será capaz el Gobierno de revivir esa ley antes del 31 de diciembre? Tengo dudas. Hoy hay más afán y menos tiempo que hace un año, poco prestigio y gobernabilidad, y una incapacidad legislativa de algunos ministros.

Ante el desespero, Duque acudirá a la mermelada de todos los sabores, cuyo repartidor será el ministro Carrasquilla, quien deberá ir, antes, a terapias con su psicoanalista debido a su exceso de soberbia y déficit de autocrítica, pues el que no recrea la historia está condenado a repetirla, lo cual sí es un acto de imbecilidad que no requiere de pronunciamiento de ninguna corte.

 

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