El mundo se distensionó luego de la victoria de Joe Biden sobre Donald Trump. Sin embargo, hay una inquietud generalizada con los 73 millones de norteamericanos que votaron por el empresario neoyorquino quien durante cuatro años estuvo perdido en los pasillos institucionales del poder que hace más de doscientos años otorga ser el inquilino de la Casa Blanca. Trump parece el mensajero de cientos de miles de individuos que lo aúpan cada vez que tiene un comentario contra la igualdad racial, se burla de las mujeres, ataca ferozmente a periodistas y a los medios de comunicación, se mofa de China al consagrarlo como el enemigo principal de los Estados Unidos en materia laboral y sanitaria y, para rematar, intenta estirar las aspiraciones de ese gringo ultramontano que se aferra a la última rama que le queda para poder garantizar los últimos trastos de una evidente derrota: ganar dos sillas del senado en Georgia. El próximo 5 de diciembre hay una nueva elección porque el republicano de este estado no logró la mayoría suficiente el pasado 3 de noviembre y por ello, con esta elección pretenden tener una paupérrima mayoría para bloquear las propuestas reformistas de la agenda de Biden y Harris.
En 1992 cuando fue elegido Bill Clinton, del total de votos depositados en las urnas de la unión americana, el 71% fue de blancos protestantes. En 2016, es decir 24 años después, cuando resultó vencedor Trump, de este grupo sociodemográfico votó el 51%. ¿En una década el 20% se esfumó o hubo un cambio en la composición social, política y económica de esa nación? Esta pregunta trató de resolverla el extremismo encarnado en un individuo encorsetado en el partido de Abraham Lincoln. Trump en cada acción gubernamental condesaba en un tuit, video o intervención las frustraciones de habitantes de ese país que percibían en él una voz que hablaba en nombre de sus venganzas, broncas inacabadas, de la fantasiosa idea de un país poderoso que se desvanece, o de una idílica y compleja intención de volver a un hegemónico pasado que hoy es compartido. En fin, la respuesta para esos “nuevos americanos” fue evidenciar o potenciar un resentimiento acumulado por el radicalismo de la clase media.
La verdadera contestación a ese país y a ese interrogante la dieron Joe y Kamala: “es el centro, estúpido”. Un discurso decente. Escuchando, no vociferando, a las minorías que suplieron esa veintena porcentual perdida en una generación. Los extremos no los combatieron con extremismos. La posibilidad de tener la primera mujer afro como vicepresidente fue más poderosa que la alegoría a los supremacistas blancos. El mensaje que caló fue el de la desinflamación de las relaciones en un mundo cada vez más unificado por las tragedias compartidas. Este relato resultó más potente que la grieta fundamentalista imperante en una pésima doctrina de desarraigo mundial que pretendió Trump. O la tan golpeada falta de carisma de Biden que superó la camorrera imagen de un líder amenazador pero vacío por dentro, como sus hoteles en esta pandemia.
El respiro del agobiante cuatrienio que termina el próximo 20 de enero invita a evaluar si las tensiones retóricas efectistas alcanzaron su clímax y las calamidades evidentes de un mundo en permanente transición son el camino donde los seres humanos reclaman liderazgos más horizontales, más obsequiosos y menos radicales. Con la victoria demócrata estadounidense podríamos estar asistiendo a los estertores de una forma, ojalá irretornable, donde no había ciudadanía sino fanáticos.
Donde en vez de oír propuestas reales ante la vida, se lanzaban palabras efectistas empacadas en el vacío para que algún paracaidista atormentado hiciera de pirómano con pólvora mojada y de 2017 a 2021 permitiera creer que había dinamita para largo aliento. Perdió, pero dejó más de 70 millones de fans electrizados.
Luego de ver esta inconclusa elección del país del norte, ojo Colombia con el 2022.