En el cementerio nos vemos

Humberto de la Calle
11 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

No es original decir que no nos estamos oyendo. No hay secuencia en las tesis y las antítesis. Una especie de autismo sazonado en clave de insulto. Pero ni siquiera el insulto tiene que ver con el debate.

Después de cada intervención que he hecho en las redes, explota la miríada estereotipada de la letanía. Los insultos más usados son los de castrochavista, enemigo de la familia y ¡viejo!

Este último corresponde al signo de los tiempos. Matar al padre es una estructura mental de vieja data. Y tiene algo positivo: es el combustible del progreso. No voy a hacer el elogio de la experiencia, porque aunque a veces es útil, también se puede convertir en un fardo conservadurista.

Cicerón cometió la pendejada en De Senectute de ponerse a la defensiva. Habló de la experiencia como un valor importante, de cómo ella contribuye al éxito en los negocios y de la ausencia de placeres mundanos como una vía para la virtud. Esto último, de verdad, querido Cicerón, es un tiro en el pie, al menos en estas calendas. Y, por fin, algo que hoy tiene carácter surrealista: ¡que ser viejo permite llegar a senador! ¡Eso dijo! Loor a Gerlein.

Más bien digo que estos niños que insultan al viejo son presa del delirio poco original de la eterna juventud. Todo joven se siente inmortal. Y si no se siente, es una especie de Benjamin Button que transita el camino de la vida al revés. Ahora se ha intensificado ese delirio con los descubrimientos sobre los telómeros. Esas capsulitas al borde de los cromosomas que si se cuidan debidamente, prolongan la vida. Eso dicen.

Sin darse cuenta, esos niños que me insultan le han apostado a sus telómeros. Vana ilusión. Atacar al viejo es sembrar la semilla del menoscabo del propio futuro. Es un acto de autodestrucción solapada. Un escape cobarde de algo que vendrá. Y es, por fin, una expresión arrogante dirigida por utopías ciegas que se pagarán caro. No se hagan ilusiones, niños. Los espero en el cementerio, queridos. Burlarse del viejo es burlarse de la proyección de sí mismo, queriditos. De paso, con el frenesí del consumerismo y la competitividad, la velocidad de crucero demográfica ha logrado altísimas cotas. Viejo hoy es casi cualquiera que haya superado tres décadas de vida. Pero algo más grave. Si la ciencia logra obtener el manual de mantenimiento de los telómeros, ya los veo a los 120 años rogando a los 10.000 dioses, o al destino, o a lo que sea, que pongan fin a la tragedia de la juventud eterna, que convierte la vida en un inagotable Mito de Sísifo. Canetti citado por Bobbio, en su libro titulado también De Senectute, lo dice muy bien: “¿Cuántas personas descubrirían que vale la pena vivir una vez que ya no hubieran de morir?”.

Muchachos insultadores, dice Marañón: la peor vejez es la sumisión incondicional a la juventud de los otros.

Por fortuna, hay excepciones al autismo nacional.

Participé en un ejercicio de la U. de los Andes y La Silla Vacía. Descubrimos que hay un espacio para el diálogo.

¿Será posible instalar una sociedad que sea capaz de dialogar sin acudir al insulto emocional, que pueda discrepar en medio del respeto, para lo cual no hay que renunciar a las ideas, sino lograr el pequeño gran éxito de ponerse en los zapatos del otro, sin necesidad de usar los zapatos del otro?

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