Hay que ser valiente para decirse poeta en tiempos de penuria. ¿A quién se le ocurre refugiarse en la habitación del lenguaje (tan oscura) mientras afuera reinan la peste y la violencia? Esa habitación del lenguaje, en palabras de un filósofo alemán, es “el recinto del mundo interior” al cual se retiran “los más arriesgados”, que no son otros que “poetas en tiempos de penuria” o también “poetas en la noche del mundo”. Cada muerte de papa, en este espacio que me presta El Espectador, me gusta recomendar un poeta a mis pocos lectores, a los happy few que decía Stendhal, esos “cien lectores, seres infelices, amables, encantadores, nunca morales o hipócritas, a quienes me gustaría complacer”.
Al poeta, y por ahí derecho al lector de poesía, se le considera vago, indolente, desocupado. Salvo que tengan su vena militante y su pasta de oradores —como Neruda o Celaya—, se tilda a los poetas de tibios y neutrales en la contienda política, o de evasivos que no se comprometen en las luchas sociales del momento. Pobre del poeta que, en tiempos de penuria, habla de un mundo interior, en vez de denunciar las injusticias y de pronunciar versos como balas que derriben al tirano de turno. El mundo arde, les dicen, y ustedes hablan de cisnes, doncellas y nenúfares. Pero no, los grandes poetas no son la caricatura pintada por los prosistas o versificadores militantes. La buena poesía habla también de lo que pasa, a modo suyo. Pienso en todo esto al leer —recién publicado por Angosta Editores— a Juan Vicente Piqueras.
Piqueras se declara “español, a la manera de aquellos que no pueden ser otra cosa”, o también: “Yo vengo de un país donde no vivo, / procedo de un lugar del que me fui”. Y así es, pues él siempre ha vivido alejándose y yéndose de algún sitio. Yéndose de su aldea campesina, Requena, a estudiar en la capital, Valencia. Yéndose de la capital al Castillo de Chamousseau, de ahí a Roma, Atenas, Argel, Lisboa, ganándose la vida casi siempre como profesor de lengua castellana. Ahora ejerce ese mismo oficio en Ammán, la capital del reino de Jordania. Que se haya dedicado a enseñarles español a los extranjeros se hace evidente en algunos de sus poemas, como en este jocoso Señor pluscuamperfecto de subjuntivo: “Y mañana dirá: si hubiera hecho / lo que quería, si hubiera querido, / si en vez de dudar tanto hubiera ido. / Pero él es el eterno insatisfecho. / Los verbos se le pudren en el pecho. / En vez de un ser es un hubiera sido”.
La habitación del lenguaje, dije arriba, para referirme a la casa donde viven los poetas. Juan Vicente Piqueras habita como pocos en ese cuarto inmenso, aireado, claro y oscuro al mismo tiempo, de esta lengua en que vivimos y nos vive. Y se ocupa también de cuando esta se nos esfuma: “Mi padre fue perdiendo poco a poco el lenguaje. / Y empezó por los nombres. Lo primero / que olvidó su cerebro no fueron los adverbios / ni los pronombres ni los adjetivos, / como uno estaría tentado de creer, / ni las motas de polvo de las preposiciones, / sino los sustantivos. / La manzana dejó de ser manzana, / el vaso pasó a ser eso / y quienes se acercaban dejaban de llamarse”.
La muerte, los viajes, las tormentas, el suicidio, la perorata nefasta de los quejumbrosos, los animales, el amor, dos camisas, el desierto y su arena, los sitios que dejamos atrás, los amigos perdidos, lo que queda en un cuarto vacío (una uña, una cana, el agujero de un clavo en la pared): todos estos son temas de la honda y conmovedora poesía de Piqueras. Apenas tengo espacio para un último ejemplo, su bellísima Plegaria del descreído: “De nadie hablo con dios, de dios con nadie. / Lo escribo con cuidado y con minúscula. / Yo soy ateo y laico cada día. / Pero hay noches amnióticas / en que mi alma reza de rodillas / no importa a quién, / pregunta, espera, pide. / Y mi alma arrodillada es una vela / a cuya luz, en cuya noche, escribo”. Es un libro ideal en tiempos de penuria. La sed de las palmeras es su título.