En todo caso, Alejandro no era eslavo

Eduardo Barajas Sandoval
05 de febrero de 2019 - 05:30 a. m.

La verdad es víctima frecuente de intereses políticos y aspiraciones nacionales.  Así como en casi todos los países se tiene la idea de que se ha perdido territorio, también se suele refutar la versión que otros tienen de ciertos hechos, con la intención de que prevalezca la que coincide con los mitos propios. Así lo demuestra el espectáculo de la disputa entre griegos y eslavos por la propiedad y el uso del nombre de Macedonia.

Entre más larga historia tengan las naciones, más han sido, y puede ser, las ocasiones de gozar, o sufrir, interpretaciones diferentes sobre hechos y procesos del pasado. Así se nutren con pasmosa facilidad aspiraciones y frustraciones en el presente.  Las contradicciones, y los enredos, derivados de la sucesión interminable de interpretaciones opuestas de las cosas, han estado en el origen de no pocas tragedias, que han cobrado víctimas inmoladas en el altar de disputas por causa de un mundo que ya no es.

Poco a poco se va sabiendo que nadie es, de verdad, dueño de la verdad.  Aunque hay tantas versiones de los hechos de cada época, y de los personajes que la representan, que todas terminan por llevar una parte, grande o pequeña, de verosimilitud.  Como también es posible que alguien haya sido capaz de construir verdades hechizas, sustentadas en argumentos falaces, que cuidadosamente inoculadas a un pueblo y presentadas con vehemencia y convicción, terminan por convertirse en adefesio inmodificable, reconocido por incautos propios o ajenos.

El Parlamento griego acaba de aprobar un acuerdo que, al menos para los Estados, pone fin al diferendo sobre el nombre de Macedonia con una de las repúblicas herederas de la Yugoslavia comunista del siglo XX. Amarrada a la federación yugoslava, apareció en la época del Mariscal Tito una república federada, paralela de Serbia, Croacia y demás, que llevaba el nombre de Macedonia. Denominación que Grecia consideró desde entonces indebida, por la sencilla razón de que ese es el mismo nombre de la región norte de la República Helénica, que aloja al Monte Olimpo, la ciudad de Tesalónica, y las ruinas de Pella y Vergina, epicentro del reino antiguo de Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles. Lugares y personajes de cuya filiación helénica nadie puede dudar.

En términos nuestros, sería como si el Departamento del Chocó, independiente, adoptara el nombre de Panamá, o el Táchira como Estado soberano pasara a llamarse Santander, o Apure se quisiera llamar Arauca. Con el agravante de que la nueva república, que no tiene salida al mar, no cerró la opción de ampliar su territorio, gesto que llevaba como complemento el eventual reclamo de una salida al Mediterráneo, que solo sería posible a través de la región griega del mismo nombre. Amenaza explícita a la soberanía griega, combinada con el uso de símbolos originales de la Macedonia antigua, griega, tales como el Sol de Vergina, y decisiones como la de llamar Alejandro Magno al aeropuerto de Skopje, su ciudad capital.

La Macedonia anterior a la era cristiana estaba habitada, más de seis cientos de años antes de la llegada de los eslavos a los Balcanes, por griegos de diferentes polis, en un territorio que comprendía un poco más que la Macedonia helénica de nuestros días. Existían allí diferentes versiones de la vida helénica, dentro de las cuales la macedonia hablaba griego dórico. Idioma que nada tiene que ver con lo que ahora han dado en llamar “macedonio”, que no es otra cosa que una adaptación de lenguas eslavas del sur, que encontraron el vehículo del alfabeto cirílico para ganar una identidad que jamás se ha apartado de las lenguas eslavas.

Fueron los romanos, cuando establecieron su dominación sobre el territorio balcánico, quienes dieron la denominación de Macedonia a un territorio todavía un poco más amplio, que como tal fue heredado por los bizantinos y después por los otomanos, de manera que en la comarca, entendida en su sentido más amplio, se pudo engendrar un sentimiento de identidad territorial reclamado por pueblos diferentes al griego a la hora del derrumbe de la dominación turca.

La circunstancia anterior fue aprovechada por los organizadores de la Federación Yugoslava, al final de la Segunda Guerra Mundial, para fundar como una de las repúblicas federadas, en 1944, la “República Popular de Macedonia”, que en 1963 pasó a llamarse “República Socialista de Macedonia” y finalmente, en 1991, con la disolución de Yugoslavia, adoptó por plebiscito el nombre de “República de Macedonia”. Decisiones siempre controvertidas por Grecia.

Cuando la nueva república manifestó su deseo de ingresar a la OTAN y a la Unión Europea, Grecia, con la llave en la mano, exigió que el nombre idéntico al de su provincia fuera abolido, o que al menos se adoptara provisionalmente la denominación de FYROM, por Former Yugoslavian Republic of Macedonia, para distinguirla de la Macedonia propia.

Sobre la base de la exigencia anterior, y con el interés de abrir las puertas de Europa, se llevaron a cabo negociaciones que terminaron con el Acuerdo del Lago Prespes, entre los gobiernos de Alexis Tsípras y Zoran Zaev, en virtud del cual la república eslava modificaría su constitución para pasar a llamarse, para todos los efectos, “República de Macedonia del Norte” y abandonaría el uso del Sol de Vergina como su distintivo. Además, en adelante quedaría claro que los ciudadanos de la república eslava nada tienen que ver con los macedonios de la antigüedad, que la herencia histórica, lingüística y cultural de las dos partes es completamente diferente, y que, en consecuencia, la del norte nada tiene que reclamar respecto de la civilización helénica ni de los territorios de la Grecia actual.

Pocas negociaciones se han dado recientemente sobre asunto de esta índole, con los gobiernos de lado y lado bajo la presión implacable de sectores nacionalistas radicalizados en torno a convicciones y argumentos sin espacio para transigir. Pero sobre todo, los negociadores tuvieron que vencer los obstáculos comunes de intereses políticos mezclados con aspiraciones nacionales, y en particular la pretensión de cada parte de ser dueña de la verdad en reiteración de mitos nacionales difíciles de desarraigar. Como quedó demostrado con las exiguas mayorías con las que cada parte logró el propósito de aprobar el acuerdo, y con los desórdenes y protestas violentas de los ultra nacionalistas de cada lado de la frontera, para quienes no había arreglo posible.

La comunidad internacional debería reconocer el esfuerzo de Adamantios Vassilakis y Vasko Naumovski, quienes con sabiduría, aún en medio de las más tremendas críticas, mas las que están por venir, lograron negociar un acuerdo que evitará las tragedias que suele traer la interpretación a ultranza de mundos que ya se fueron. Triunfo imitable sobre la intransigencia, en un mundo que necesita diplomacia bien hecha.

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