Enemigos complementarios

Mauricio García Villegas
16 de junio de 2018 - 06:00 a. m.

En mi columna de hace dos semanas hablé de las trampas del radicalismo. A veces, dije, quienes buscan cambios sociales ayudan, de manera involuntaria, a detenerlos. Eso ocurre cuando adoptan posiciones demasiado radicales que solo dejan la puerta abierta a la revolución, con lo cual o no consiguen nada o le abren las puertas a la guerra civil. Ponía el ejemplo de la reforma agraria durante el gobierno del presidente Lleras, cuando una parte del movimiento campesino fue capturada por grupos de izquierda radical que no aceptaban nada menos que una revolución social.

Recibí muchos comentarios. Algunos de ellos, como los de Javier Ortiz Cassiani (en este periódico) y Diana Carrillo (en el blog Lasiniestra.com), criticaron la idea de que las organizaciones campesinas tuvieran responsabilidad en ese descalabro, o por lo menos tanta como los políticos y las élites. Es posible que tengan razón: establecer la cuota de responsabilidad que le corresponde a cada cual es difícil, pero es cierto que, en el balance general de las cosas, las élites políticas y los intereses terratenientes fueron los causantes principales de lo que terminó ocurriendo.

Dicho esto, mi intención con esa columna era menos la de analizar las causas de un hecho histórico y más la de señalar las posibles trampas del radicalismo. Digo posibles, no necesarias.

Esta semana estuve releyendo el libro Insumisos, de Tzvetan Todorov, y me encontré con dos personajes cuyas luchas políticas pueden servir para ilustrar mi argumento (un argumento que, aclaro, no se refiere al debate electoral actual). Uno de ellos es Germaine Tillion, una etnógrafa francesa que hizo parte de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y luego trabajó para acabar con el régimen colonial en Argelia. Tillion quiso encontrar una solución que conciliara el amor que sentía por su país (Francia) con su solidaridad con el pueblo argelino. Pero vio cómo los extremos (el nacionalismo colonialista y el terrorismo argelino) se fueron apoderando del conflicto y terminaron asfixiando a los que abogaban por una transición pacífica hacia la independencia.

Para explicar ese fenómeno Tillion habla de “enemigos complementarios”. Cada posición extrema, explica, se alimenta de su opuesta y mientras más progresa una, más se fortalece la otra. Ambos grupos reivindican su violencia en la violencia del otro: el terrorismo justificaba la tortura de un lado, mientras que la tortura justificaba los atentados terroristas, del otro lado. Cuando los radicales acaparan todas las soluciones posibles solo queda la revolución impuesta por un vencedor o la guerra civil. Ambos son caminos tortuosos y llenos de muertos inocentes.

Quienes se resisten a seguir la lógica de los enemigos complementarios, y denuncian la radicalización de su propio grupo, son, dice Tillion, “traidores” necesarios. El apelativo es muy fuerte, pero Tillion lo usa para señalar que el espíritu de verdad siempre tiene que estar por encima del espíritu de clan, de movimiento, de partido. Solo hay un grupo al cual se le debe toda la fidelidad: la humanidad.

Lo pongo en términos locales con algo que he repetido muchas veces en esta columna: en Colombia solo tendremos una democracia fuerte cuando la gente de derecha democrática levante su voz contra la extrema derecha autoritaria con la misma fuerza que lo hace para oponerse a la extrema izquierda autoritaria, y viceversa: cuando la izquierda democrática proteste contra la extrema izquierda autoritaria con la misma fuerza que lo hace contra la extrema derecha autoritaria.

La semana entrante hablaré del segundo personaje que alerta sobre las trampas del radicalismo: Nelson Mandela.

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